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sonrosar en seguida.
Estaba deslumbradora.
Encantado, Pichegrú sonrió de satis-
facción, y la saludó, galantemente.
Iba a dirigirle un amable cumplido,
pero Eblis le detuvo.
—Nos habéis hecha perder un tiem-
po precioso, señora — dijo, con brusque-
dad. — Peor para vos. Vamos a ir ga-
lopando constantemente, para ganar el
tiempo perdido. Si eso os fatiga, no cul-
péis más que a vuestra negligencia.
Saltó sobre su caballo,
Todo el tiempo que Eblis habló, Etien-
nette había, impertinentemente, vuelto la
cabeza del otro lado, como si sus palabras
no se dirigleran a ella.
—Buenos días, general — dijo, con
amabilidad, a Pichegrú. Mi querido
Clairval, vamos a pasear esta mañana,
Tengo sed de aire libre y de espacio,
Si no os molesta mucho, caballeros, ire-
mos al galope.
- —Eblis la miró de reojo.
Pichegrú, encantado, se volvió, para
sonreír.
Los modales de Eblis, desde la vis-
pera, le alarmaban en gran manera.
El barón de Clairval, poniendo una
rodilla 'en el suelo, ofreció la otra al
diminuto pie de Etiennette, la cual, gra»
ciosamente, se colocó en la silla, recogió
las bridas, y pasando, con impertinencia,
delante de Eblis, salió la primera del cas-
-tillo, diciendo, en voz alta:
—¡Quien me ama, me sigue!
a sonrisa que acompañó aquellas pa-
- labras, dirigida a Pichegrú, inflamó al
- cándido general.
- —¡Estamos dispuestos a seguiros has-
ta el fin del mundo, señoral—gritó con
entusiasmo.
Puso su caballo a lado del de' Etien-
nette.
—¡Imbécil! — murmuró Eblis, entre
CORTA
CABEZAS
dientes. — Mañana, en la cárcel, no re-
presentarás más el papel de Romeo.
Y, ceñudo, salió, a su vez, del casti-
llo, a pocos pasos de Pichegrú y Etien-
nette.
Clairval daba sus últimas instruccio-
nes al antiguo criado
reunió a Eblis a la mitad de la
gran avenida de plátanos que conducía
al castillo.
Su compañero permanecía silencioso, no
creyendo Clairval, por lo tanto, que de-
bía empezar la conversación.
Contemplaba la encantadora silueta de
Etiennette, la cual había puesto su ca-
ballo “al trote, y, a distancia de Eblis,
hablando amablemente con Pichegrú, quien
volvía la cabeza, de cuando en cuando,
coma si tuviera miedo de que la oyeran.
Acababan de recorrer unos doscientos
inetros, e iba a llegar a una encrucijada,
donde se acababa la gran avenida.
—¡Camino de Paris! — gritó Eblis,
con voz potente. — ¡Al galope!
¿No le habían oído, Pichegrú y Etien-
nette ?
En vez de seguir, refrenaban sus ca-
balgaduras.
Eblis, que llegaba con Clairval, a Sas
lope, se lanzó hacia los que le precedían,
que permanecían inmóviles delante. del ca-
mino de París.
No tuvo Eblis necesidad de pedir ex-
plicación,
Dos hombres estaban parados en me-
dio del camino, teniendo en cada mano
una pistola, dispuestos a hacer fuego.
Dió un grito de furor.
—i¡Marboze! ¡Pafolio!-—exclamó.
Atropellando con su caballo a Piche-
grú, avanzo.
—¡Un paso más, vizconde — dijo
-Marboze, — un ademán para coger la
pistola de su funda, y hago fuego! Ya
sabéis que dicen que tengo buena puntería.
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A