Full text: Una muerte misteriosa

lopel! 
  
UNA MUERTE 
tando a su caballo, que reculó, con te- 
-rror, 
Orso le reconoció. 
—¡ Ah! ¡Si es Pafolio! — dijo, sor- 
prendido. — ¿Qué haces, corriendo por 
las carreteras, ridículo fantoche ? 
Pafolio, en vez de contestar, volvió a 
montar, 
-—Me encuentro en extremo contento, 
pero es preciso que me, sigáis... Eblis 
acaba de matar a mi excelentísimo aml- 
go Marboze, y yo le he robado su ca- 
ballo... No: puede huir. 
-——¡Eblis! — exclamó Orso. — ¿Dón- 
de está? 
- —Allá abajo, delante de una gran casa, 
de la cual salían la señora Etienngette 
y dos individuos, con Eblis. 
. —¡Etienette! ¡Eblis!—rugió Orso.— 
¡Sable en mano, amigos mios! ¡Al ga- 
Como un torbellino, los húsares se lan- 
zaron detrás de Orso, que fustigó su 
caballo, alejándose de su escolta. 
No tan buenos jinetes como él, los hú- 
-—_sares no pudieron seguir a su jefe. 
El mismo Pafolio, que había indicado 
- =<la dirección de la Tremblaye, se vió 
adelantado por Orso, y esforzándose en 
vano por alcanzarle, le llamaba, con to- 
das sus fuerzas: 
—¡Me queda que deciros una pala- 
bra, señor Orso...! ¡Tengo una carta de 
Carot para vos...! ¡Una carta urgente...! 
«¡Hace dos meses que os estoy buscan- 
do...! ¡Eh, señor Orso...! 
Pero Orso no le escuchaba. 
Aquellas dos palabras — 'Etiemnette, 
-Ebliss — le habían hecho sentir en el 
- corazón un frenesí formidable. 
Para él, significabam, todo su amor y 
todo su odio. 
- Su caballo, con la cabeza alta, re- 
linchando de dolor, devoró el espacio. 
-Orso era ya apenas visible para los 
úsares, que, echados sobre el cuello de 
MISTERIOSA 
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sus cabalgaduras, el sable entre los dien- 
- tes y una pistola en la mano, espolea- 
ban los caballos, aventajados por Pafolio, 
que abrigaba el temor de caer en sus 
manos. ] | : 
Prefería estar cerca de Orso. 
El caballo de este último llegó a la 
encrucijada. | 
Dió un espantoso salto de costado y 
estuvo a punto de despedir -a su jimete. 
Orso le retuvo, y volvió la cabeza... 
Apoyado sobre un codo, un hombre, 
con el pecho ensangrentado, tendió la 
mano hacia Orso. 
El corso dió media vuelta. 
— ¿Quién sois ?—dijo. 
—El vizconde de Marboze. 
—¿El que acaba de batirse con Eblis? 
encendieron los ojos de Marboze. 
—¿Quién os lo ha dicho? — balbu- 
ceó. — ¿Conocéis al miserable? 
—i¡Si le conozco...! —vociferó Orso.— 
Le busco para matarle. 
Marboze hizo un esfuerzo prodigioso 
pára ver mejor al que hablaba. 
Volvió a caer pesadamente sobre la 
hierba, y lanzó un grito lastimero. 
Orso titubeó un instante, después, echó 
pie a tierra, y pasando la brida del ca- 
ballo bajo su brazo, se acercó al he- 
rido. 
—¡Oh! — dijo, al mirar la herida.— 
Habéis recibido una estocada que no 
tiene cura... Si tenéis que hacerme al- 
guna recomendación, hacedla pronto. Os 
«juro, si está en mi mano, ejecutar vues- 
tra última voluntad. o 
Se aclaró la vista de Marboze. 
—i¡ Gracias! — dijo, con voz apagada. 
Indicó a Orso, con la mano, que se 
iclinara. En 
Orso se arrodilló, 
Marboze, tendiendo, su mano, se :-aga- 
rró a su hombro, y lo minó, de hito en 
hito, con ojos ardientes. ne 
—Sin: duda, sors Orso Sinibaldi. 
  
 
	        
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