132 A. CONAN DOYLE
lieron del edificio, sigilosamente, dos individuos
que designó el jefe. Estos exploraron las inme-
diaciones de una ojeada, y volvieron un instante
después para decir a los que estaban esperando
ansiosos, armas en puño, que no se veía un
alma.
Esta tranquilizadora noticia tuvo por con-
secuencia inmediata un formidable puntapié que
el jefe aplicó en los riñones a un tal Higgins,
culpable, según dijo, de lo que había pasado.
Porque tenía la consigna de salir de tiempo en
tiempo del tinglado para echar una ojeada a los
alrededores, y debía haber estado durmiendo de-
trás de la puerta desde el momento que el espía
había podido subir al techo.
Cuando el jefe, después de aplicar a su Su-
bordinado ese correctivo, muy justo al parecer,
volvió a la pieza donde estaba Harry Taxon,
encontró a éste en la mesa todavía, casi insensi-
ble, rodeado de unos cuantos bandidos que lo
examinaban, sin tocarlo, a la luz de dos o tres
linternas. Betsy, que estaba entre ellos, exclamó
de pronto:
— ¡Este debe ser el pilluelo que me seguía !
El jefe dirigió a la joven una mirada severa,
y le dijo hablándole con dureza : !
—(Jue sea esta la última vez que hayas ve-
nido a vernos aquí o en cualquier otra parte, sin
que se te llame.