50 A. CONAN DOYLE
torpeza de dejar en su casa esas prendas acu-
sadoras, sabiendo, como por instinto sabe todo
criminal, que en cualquier momento podían re-
caer sobre él las sospechas. Por otra parte, ¿a
qué ese trastorno de traer a una casa una niña
sólo para cambiarle las ropas en ella y llevárse-
la en seguida a otra parte más segura? ¿No ha-
bría sido más rápido y menos expuesto llevarla
directamente a esa otra parte más segura? Sal-
vo que hubiera querido llevarla allá disfrazada,
esto es, con otro traje que disimulara su sexo;
pero en tal caso, ¿qué se habían hecho el corsé,
el refajo y demás prendas de mujer inconciliables
con un traje de hombre? En fin, si al esconder
las ropas se había querido hacerlas desaparecer,
¿no habría sido más seguro pegarles fuego en la
estufa en vez de meterlas en la chimenea, o lle-
varlas simplemente adonde se había llevado a la
niña?
El detective dió un par de chupadas a su
cigarro antes de continuar:
—Bueno; al conocer ese detalle llegué a la
conclusión de que, si no se explicaba satisfacto-
riamente que usted hubiera puesto en ese lugar
las ropas, había que buscar la explicación satis-
factoria por otra parte. Esto es, se imponía la
conclusión de que, si usted no había hecho ni
mandado hacer eso, algún otro lo había hecho
por cuenta propia. Es decir, lo había hecho el
criminal mismo, y su propósito no podía haber