TI
EL HOMBRE DEL PAÑUELO DE SEDA
Paró el tren en la estación, y continué sentado sin
saber qué partido tomar.
; Daría conocimiento de lo sucedido al Interventor?
¿Me iría á casa como si nada hubiese pasado?
Tan perplejo me encontraba; tal desconcierto sen-
ua en mis ideas, que creí estar entre un precipicio, por
un lado, y las profundidades del mar, por otro. Fuese
cualquiera el camino que tomase, lo encontraba eri-
zado de peligros.
Incapaz de una resolución enérgica que decidiese
de una vez mis ambigúedades, permanecí en el co-
che sin atreverme á nada.
Se abrió, de repente, la portezuela de mi departa-
mento, y sospeché que algún empleado de la estación
vendría á indicarme que saliese ; pero, con gran sorpre-
sa mía, la persona que me miraba, de modo bastante
extraño, por cierto, no tenía tipo de empleado de la,
Compañía ferroviaria.
Era el tal un individuo con sombrero de copa y ga-
- bán con cuello y bocamangas de piel. A pesar de mi tur-
bación y de la escasa luz del coche, advertí, al momento,
que tanto el sombrero como el gabán eran de lo peor
en su género, y que la cara del individuo que los lle-
vaba, demostraba ser de la peor catadura posible.
En sus mejillas abultadas leíase la rudeza y ordi-
nariez que da el abuso del alcohol, y en su bigote y pa-
tillas grabada estaba la labor del tinte, con la expre-
sión de un negro subido que no podía ser natural.
Sus ojos, que me miraban de un modo impudente
y truhanesco, rivalizaban en negrura con el bigote, y