EL CRIMEN Y EL CRIMINAL 179
andando, sólo Dios sabe los frutos que podría darme.
Antes de verme danzando de la zeca á la meca con
declaraciones y jaleos, capaz era yo de tomar pasaje en
el primer vapor, y largarme de nuevo á los Estados
Unidos.
Además; la mujer estaba muerta sin que pudiera
valerle auxilio alguno, ¿para qué iba yo á meterme en
libros de caballería con grave riesgo de resucitar mi
pasado, cuyos escándalos no eran añejos todavía?...
¡Que se encargase otro de hacer ahorcar al asesino que
la dejó sin vida! ¡Harto quebradizo estaba mi tejado
para darme el gustazo de arrojar piedras al del vecino!
Así es que decidí abandonar aquellos sitios, procu-
_rando arreglar previamente mis vestidos, los cuales,
afortunadamente, no sufrieron deterioro alguno con la
caída.
Me miré en un espejto de mano que guardaba en el
bolsillo, y me pareció que mi rostro podía pasar sin
llamar la atención de nadie.
Subí á la línea férrea, y desde aquel sitio elevado,
pude abarcar un magnífico punto de vista del país.
Siguiendo la dirección de la línea, y un poquito á
la izquierda, vi brillar unas luces que me sirvieron de
faro para aproximarme al lugar de donde partían. Era
la estación de los Tres Puentes, y en ella entré, procu-
rando no llamar la atención, y dí gracias al Cielo cuan-
do hube llegado al andén sin ser vista de nadie.
En el salón de espera, un espejo grande que estaba
adosado á la pared, me convenció de que mi espejito
de mano no me había engañado, y al pretender aproxi-
marme á una señora, única persona que esperaba allí
el paso del tren, me dijo :
- —Perdone usted, señorita; ¿sabe usted que trae la
espalda llena de yerbas y abrojos ?
Díla una excusa mientras me limpiaba, y al salir
de nuevo al andén, tuve un encontronazo con el hom-
¿bre que me había mirado, con ojos OS, desde
_lo alto del terraplén.