94 EL CRIMEN Y EL CRIMINAL
usted enfermo, y deseo que todo ello no tenga 1mpor-
tancia alguna,
—¿ Qué es lo que usted se e propone—dije airado—al
penetrar de ese modo en mi gabinete ?
aquí
por pura consideración hacia usted. Como supe que es-
taba en cama, quise evitarle la molestia de levantarse
para salir al salón... y entré, como usted ha visto.
Era imposible mayor cinismo é imprudencia.
—;¡ Bien !|—dije—pues... supuesto que usted ha veni-
do hasta aquí, yo. voy á rogarle que se vaya inmecdiata-
mente.
Enarcó sus cejas, sorprendido por mis palabras, y
dijo :
—¡ Perfectamente, señor! Ruego á usted yo, á mi
vez, que suplique á la señora que nos deje solos, y le ad-
vierto que no me parece bien esa manera que tiene de
hablarme. No pienso entretenerle demasiado... Cues-
tión de unos minutos.
Y sin que nadie le invitase, se sentó en una butaca,
al lado de la chimenea, colocando el sombrero sobre
sus rodillas.
Tan insoportable me pareció su insolencia, que com- .
prendí era necesario apelar á medios violentos para |
arrojar á aquel hombre de la estancia.
- —No tengo secretos—dije—para mi mujer. Todo
cuanto usted tenga que decirme, puede hacerlo en su
presencia, pero le suplico que sea cuanto antes,
Recostóse sobre el respaldo de la butaca, y púnien-
do los pulgares pn los ojales del sobretodo, dirigió sus
ojos á Lucía de un modo tan insolente que, si mi salud
me lo permitiera, le habría propinado un puntapié.
—¡ Conque no tiene usted secretos para su mujer?...
¡ Bueno, bueno! ¡Es usted un marido modelo! Permí-
tame usted, señora, que la felicite de todas veras por
haber encontrado un mirlo blanco.
Lucía no contestó, pero noté que sus labios tem-
blaban.