EL CRIMEN DEL CASTILLO -
tin, loas se acercaba furtivamen-
te al balcón y se ocultaba detrás de un
bol, después de asegurarse de que en
el piso superior no había luz.
No se equivocaba Conyers en cuanto
á su suposición de un caso de embria-
_guez. El doctor daba vueltas por la
pieza, vacilante, con los ojos extravia-
dos y hablando solo. Sobre un estante
de la alacena se veía una botella va-
cía y á su lado otra mayor de color ne-
gro, destinada al parecer á suplir el
otamiento de su más aristocrática
mpañera. En aquel momento, el
octor MOnabs de nuevo su vaso, excla-
ndo : dea
— No tengo hijal... ¡ pero tengo
caucho ron !... El ron lo hace olvidar
E «¿Dónde estará Elena?... Varn-
le es un buen muchacho y me ha.
: prómetido decirmelo esta noche...
- ¿pero se habrá ps aa Varn-
dyko?...
Entonces, como en erica á su
; última pregunta, se abrió la puerta del
comedor y apareció Varndyke. Agustín
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reconoció en €l en seguida al desagra-
dable individuo que aseguró haber en-
contrado á Elena en la carretera de
St. Rodwell en la noche de su des-
aparición. Varndyke, que llevaba en la
mano un pequeño frasco de sales, diri-
gió á su principal una mirada signifi-
cativa,
—¿Se encuentra od mejor, no es
verdad ?—dijo en el tono más afectuo-
so posible. —¿Ha calculado ya aque.
llas cifras ?
El doctor Liearoyd, cuya figura cons-. |
tituía en aquel instante una mezco-
lanza. lastimosa de la dignidad de un
anciano y de la bajeza propia de un
beodo, se apoyó en la mesa para no
perder su equilibrio. E :
—S1, hijo mío... los números no
mienten... Poseo dos mil libras... Dos
mil libras rounidas ejerciendo la me-
dicina. > se
—Esto toma el cariz de una estafa
—pensó Agustín, aproximándose más
paro oir .