Full text: Falsa evidencia

  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
PAUSA EVEDESCIA > 7 
por el huracán de los cañones; cadáveres de tórvo ce- 
ño y tez cobriza en posiciones grotescas ; miembros 
humanos mutilados por el plomo enemigo, y, domi- 
nando aquel silencio de muerte, como expresión de 
ofrenda á los cielos, el denso y constante humear de 
las bombas, que subía perezosamente en el espacio si- 
mulando emanaciones de fúnebres pebeteros en mor- 
tuoria estancia. Ese fué el cuadro que iluminó el rey 
de los astros al extender sus cabellos de fuego por aque- 
llos confines. Dijérase que aquellos valles, antes tan 
irondosos, daban hoy hospitalidad al séquito de la 
muerte, ganoso de celebrar en ellos a apoteosis de su 
teina y señora. 
Sobre el suelo roquizo de cir colinas que do- 
minaban tal cuadro, asentábanse las blancas tiendas 
del ejército vencedor, y á poca distancia de ellas, des- 
tacando en su parte más elevada una bandera que el 
siente zarandeaba á su antojo, veíase la del General 
n Jefe, cuyas hazañas llevaba en aquellos momentos 
le fama por los cuatro ámbitos del Reino Unido. 
Penetremos nosotros en esa. tienda, al amparo de 
la facultad que nos otorga nuestra condición de nove- 
listas. 
Sentado en medio de un grupo de oficiales superio- 
res, con severo rostro y torva mirada, está el General. 
Delante de él, y á muy poca distancia, se ve, entre sol- 
dados, un joven alto y esbelto que viste el uniforme 
- de oficial inglés, sin espada. Vivos carmines encien- 
den su rostro, imberbe todavía, y en su mirada inquie- 
ta y brillante fulgura el rayo de la indignación. Arres- 
tado de orden del General, se le acusa del crimen más 
horroroso que puede mancillar el honor de un soldado. 
Se le acusa de cobarde. 
Ante el Consejo de Guerra que le examina con de- 
tención, ciérnese sobre la cabeza del acusado todo el 
rigor de la disciplina militar, que condena enérgica- 
mente las cobardías. El general Luxton, jefe de los 
vencedores y presidente del Consejo, deja adivinar en 
  
  
 
	        
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