recelo, encargándole, no que vendiese,
sino que comprase cuantos Orimocos
pudiera con aquella suma. El respe-
table corredor le miró con curiosidad,
y por un momento Daniel sintió que
le faltaba el valor.
—Nunca me permito dar consejos a
mis clientes — dijo el corredor—, pero
sí deseo comprender claramente: la or-
den de usted. ¿Quiere usted que com-
pre?
—LEso es—contestó Daniel retirán-
dose cuanto antes por temor a cambiar
de parecer.
Estaba casi arrepentido, pero se con-
soló pensando que no podía perder más
que la cantidad arriesgada, El corre-
dor cuidaría de no excederse, por la
- cuenta que le tenía,
Pero, ¿quién hablaba de perder? Se
efectuó la compra de las acciones, que
fueron muchas, y una semana después,
un gran hacendista, por no darle otro
nombre, hizo lo que se llama una res-
titución o concesiones, Los Orinocos
subieron como por ensalmo, y el es-
peculador, que había adquirido muchí>
- simas acciones, se halló con la con-
ciencia limpia y los bolsillos repletos.
Una prueba más de que la honradez
es la mejor política.
Poco le faltó a Daniel para perder
la cabeza. Se quedó asombrado cuando
lo pagaron sus ganancias, pero mostró
gran reserva aute su corredor, quien,
al entregarle la cantidad ganada, ex-
cepto el corretaje, lo felicitó por su
previsión. Aquello convenció a Daniel
de que era un especulador de primer
orden. Lie bastó un miomento para
comprender, en su opinión, todas las
maniobras y el complicado mecanismo
de la especulación. En cuanto al pobre
, Bourchier, bien podía dejarlo tranqui-
HE SECRETO
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lo. Veíase ya dueño de una fortuna
colosal al cabo de seis meses, y con-
sideraba el episodio Bourchier como
un medio que le había servido en su
día para obtener un fin determinado,
pero merecedor ya de todo su desdén,
como cosa indigna de un hombre de
genio. Desde entonces pasó días ente-
ros en la Bolsa, consultando las cintas
de los aparatos que anunciaban las al-
zas y bajas en las cotizaciones, fuman-
do los mejores cigarros, consumiendo
grandes cantidades de la bebida favo-
rita de los especuladores, el champaña,
y por algún “tiempo se creyó el más há-
bil y sagaz de los mortales.
Durante una temporada fué también
un gran cliente para el corredor, si
bien éste, aun a riesgo de perder su
clientela, cuidó de tener siempre en
caja una cantidad en efectivo pertene-
ciente a Daniel, que bastase para cu-
brir con exceso toda posible pérdida.
Había conocido a muchos de esos osa-
dog especuladores, cuyos efímeros triun-
fos no les libraban de la inevitable
ruina,
Lo mismo sucedió con Daniel Bour-
chier. Pasado algún tiempo, cuantas
operaciones intentó le salieron mal, y
llegó el día en que el atento corredor
liquidó por su cuenta y riesgo la últi-
ma jugada de su cliente y le anunció
que, tras apropiarse del depósito hecho
por Daniel, resultaba todavía un pe-
queño déficit contra él, que no se mo-
lestó en hacérselo cubrir, cargándolo a
la cuenta de ganancias y pérdidas. xa
renglón seguido le indicó que si efec-
tuaba otro depósito de fondos, tendría
mucho gusto en continuar sus relacio-
nes bursátiles con él; de lo contrario,
no, pues el depósito era una regla in-