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pedes, brindaba sus risueñas y límpidas
aguas a los besos de las estrellas. Todo
era apacible y gracioso en aquel reducido
“cuadro; pero nada de esto ocupaba la
“mente de Nina. Sus miradas se dirigían
a un solo punto, al más tenebroso, al más
triste del jardín, adonde los árboles for-
maban un bosquecillo, tras del cual se
escondían los bajos aunque macizos mu-
ros de la casa Raselli. Un leve movimien-
to hizo oscilar las ramas; movimiento que
Creció de punto al poco rato. Nina las
vió moverse y separarse, en fin,a la extre-
midad del bosque: de allí salió lentamente
una figura solitaria; su sombra se proyec-
tó en la pradera, se acercó a la reja; y una
voz suave y contenida murmuró el nom-
bre de Nina, -
- —¡Pronto, Lucía, tracd la escala! ¡Es
él! ¡Ya ha venido! —dijo la joven—, ¡An-
dad, andad de prisa Rienzi!
—;¡Por fin te veo! —dijo Rienzi entran-
do en la estancia y sosteniendo en sus
brazos la cintura de su amada, que lan-
guidecía como para ocultarse a su ena-
_jenamiento—. ¡Por fin te veo! Lo que pa-
ra otros es noche para mí es luminoso
día.
Terminados los primeros y dues trás-
po:tes de alegría, se distinguía a Rienzi
- sentado a los pies de su dama, descan-
sando la cabeza sobre sus rodillas, aca-
0 clado sus manos y mirándose en la luz
de sus Ojos.
—¡Por mí arrostras tantos peligros! —
decía el amante—. ¡Si tu padre descu-
-briese nuestro secreto, descargaría su
cólera sobre ti, amada mía!
— ¿Y qué son mis peligros comparados
con los tuyos? ¡Ah, cielos! Si mi padre te
viese aquí morirías sin remedio.
RE consideraría muy deshonrado si
- viese a su hija, a la hermosa Nina, que po-
- dría emparentar con los hombres más al-
taneros de Roma, dispensando su amo:
ÓN simple plebeyo, por más que des-
-—cienca de un emperador.
El orgulloso corazón de la joven com-
prendió lo que sentía el altivo corazón de
- st amante, y descubrió la amargura ocul-.
ta bajo aquella respuesta, a pesar de la '
aparente indiferencia con qe la había
a.
E BULWER LITTON
—Con frecuencia te he oído hablar
añadió Nina—de aquel Mario de quien, si
ser noble, no tendrían a deshonra descen
der los opulentos Colonnas. ¿No pued
tú aventajar en poder a Mario sin que t
empañen sus vicios?
—;¡Qué lisonja tan deliciosa, y que pro
fecía tan agradable! —dijo Rienzi con me
lancólica sonrisa—: nunca me han sa
tisfecho tanto como en este instante tu
alentadoras promesas, pues voy a con
fiarte lo que no me atrevería a decir
nadie en el mundo... Mi alma sucum
bajo el enorme peso que la abruma. M
hace falta un nuevo estímulo al acerca
la hora funesta, y ese estímulo lo he en
contrado, Nina, en tus expresiones, €
tus miradas.
—¡Oh!—exclamó la joven animándos
por grados a medida que hablaba—, gl
-riosa es sin duda la parte de amor que m
ha cabido: glorioso es sin duda estar ent
rada de tus planes, sostenerte en la dud
y dirigirte palabras de esperanza en
peligroso trance.
—¡Y embellecer mi triunfo! —exclam
Rienzi apasionadamente—. ¡Oh! Si a
guna vez el porvenir ciñe su frente con
la corona de laurel debida al libertado
de su patria, ¡cuán dulce recompens
fuera para mí depositar a tus plantas esa
corona! Acaso mi ardor se hubiera amo
tiguado en esas largas y solitarias hora
en esos intervalos de extenuación y 7
que vienen en pos de los instantes de
vescencia: tal vez hubiera os
mis ensueños por nuestra patria si n6
estuvieran unidos a mis amorosos deliri
por tu hermosura: si no hubiese disti
guido el momento en que, elevándom
el destine sobre mi nacimiento, pudie
tu padre verme en tus brazos sin de
honrarse; en que ocupases el puesto m
elevado entre las damas romanas com:
ahora lo ocupas entre sus bellezas, y e
que esa magnificencia que ahora desdeñ
mi alma, fuese grata y apetecible a
ojos cuando tú la embellecieras. Sí, és
son los pensamientos que me animan
sostienen mientras carecen de brío ide:
más graves ante los espectros que circu;
dan sus términos. ¡Oh hermosa Nina! .
“amor, que ha podido sustentarse en