EL SELLO ROJO
niente que permanecía en pie, dan-
do la espalda al retrato de Jaco-
bo I, y hablaba en tono más bajo
de lo que hubiera querido, con ob-
¡eto de que su voz no llegara a las
habitaciones que acababa de de-
jar. Al bajar la voz dió a su pro-
-—pnunciación un tono bastante des-
agradable, comprendiendo Regi-
naldo sin saber por qué, que su in-
terlocutor le odiaba, descubrimien-
to que le produjo gran sorpresa y.
no poca inquietud.
El Justicia mayor era hombre al
cual no se podía oponer uno fácil-
mente. El Rey le oía y, aunque no
era en realidad un cortesano, había
tenido la habilidad suficiente para
disponer sus velas de tal manera
que las favoreciera siempre el vien-
to. Muchos le temían, algunos le
despreciaban; pero todos, cada uno
a su manera, le atendían y se cui-
daban de él. Reginaldo, teniendo
que labrarse su porvenir, compren-
dió que era un enemigo peligroso.
Y la enemistad era evidente, po-
día leerla en la malévola mirada
de Jeffreys y en la siniestra curva-
tura de sus delgados labios, aun-
que Harbin no se explicaba qué
causa podía haberla motivado. Sólo
se habian visto antes una vez, en
el camino real, cuando la oportu-
na llegada del juez libró al tenien-
te de las garras del fanático Hag-
_gis y su heterogénea escolta, evi-
tándole bastante ansiedad. Habían-
se separado con cierta cordialidad
por parte del jefe de la Justicia.
BANDIDOS.—-14
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¿A qué obedecía, pues, aquel ex-
traordinario cambio de conducta en
tan breve intervalo de tiempo”,
Lord Jetfreys había manifestado
intención de visitar el palacio de
Wintern. ¿Habría ofendido en al-
go su padre, sir Francisco, al Jus-
ticia mayor, hombre propicio siem-
pre a tomar ofensa? Parecía muy,
improbable porque el coronel Har-
bin era tolerante con las opiniones
de los demás y cortés en sumo gra-
do, y, tratándose de un huésped,
más que puntilloso y lleno de mira-
mientos, un verdadero caballero de
la mejor escuela.
Pero si la causa no estaba allí,
¿dónde podía buscarla? Reginaldo
pasó revista en su mente a todas
aquellas cosas mientras pensaba lo
que debía responder, y al fin ob-
servó:
-—Siento en el alma, Excelencia,
que haya encontrado aquella re-
ción insurreccionada.
Jeffreys levantó el puño dere-
cho con intención evidente de des-
cargarlo sobre la mano izquierda;
pero, recordando la proximidad deb
monarca, lo descargó en el aire.
—Los amigos de usted, joven,
pagarán muy cara su ingratitud y
necedad. El Rey me ha prometido
que, si se levantan en rebelión, con-
fiará a mi mano la retribución de
justicia; y yo los marcaré con un
hierro candente, azotándolos con
correas que desgarren sus Carnes a
cada latigazo. Bastante sedición te-
nemos en el país. «La venganz; es