EL SELLO ROJO
'Al teniente le pareció que el Rey
hablaba para sí; en los días que lle-
vaba prestando servicio personal en
el palacio no había visto nunca al
Monarca en un estado de ánimo tan
abatido y tan tétrico; pero pudo
apreciar que, lejos de obedecer a la
impresión del momento, era natu-
ral en él cuando estaba disgustado.
En la habitación y en la hora había
algo también que armonizaba con
aquella modalidad. Carlos 1 había
dormido en aquel aposento la no-
che antes de salir al balcón desde
la sala del banquete para encontrar
allí su fin, «como un verdadero
- Rey», y Carlos 11 permaneció tam-
bién allí, «agonizando durante mu-
cho tiempo». La iluminación, inten-
cionadamente mala, consistía en
bujías colocadas en candelabros de
plata. Había uno de tres brazos de-
trás de la mesita, colocada a los
pies del lecho regio, al lado de la
cual se sentaba Reginaldo todas
ias noches para leer a Su Majestad,
y otro encima de la chimenea, pró-
ximo a las cortinas del inmenso le-
cho donde descansaba el Rey, in-
terceptando su resplandor los tu-
“-pidos pliegues. El resto de la es-
“tancia quedaba relativamente en ti-
nieblas, reinando completa: obscu-
ridad en los ángulos más apartados
del lecho. Apenas si podían distin-
- guirse los tapices que adornaban
la pared, siendo sólo perceptibles
las líneas generales de algunas fi-
de guras cuando la vista se iba acos-
eiinraado a pola penumbra. La
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historia representada era la de los
trabajos de Hércules, o al menos
aquellos que los bordadores habian
podido colocar en el espacio conce-
dido para desarrollar el asunto. En
el centro aparecía Hércules en su
lucha mortal con el león nemeo, fi-
gura que, siendo bastante terrible
a la luz del día, adquiría por la no-
che formas y proporciones amena-
zadoras, intentando al parecer pre-
sentarse en el centro del aposento.
La oscilante luz de las bujías ilu-
minaba de modo extraño el her-.
moso techo pintado por Iñigo Jo-
nes, dejando ver figuras grotescas,
si no terribles, de cupidos, y aves
y animales de diversas especies.
El teniente, cansado por la vigi-
lia de la noche anterior, sentía una
pesadez abrumadora y extraña que
embotaba su cerebro, no pudiendo
distinguir dos hechos reales de las
ficciones de la imaginación.
El rey Jacobo no necesitaba, o
al menos no parecía esperar res-
puesta a sus frases. Puede decirse
que estaba abstraído murmurando
en alta voz las amenazas que con-
cebía en su mente. De pronto, cual
si volviendo a la realidad, se diera
cuenta de la presencia del teniente,
añadió:
—El duque de Monmouth ha sa-
lido de Amsterdam; he tenido hoy,
noticias fidedignas.
Aunque Reginaldo esperaba al-
go por el estilo, la comunicación le
dejó absorto, comprendiendo lo,
que aquello debía significar para
!