EL SELLO ROJO
-—pansivo, cual si quisiera indicar
tiempo y distancia; —pero el barco
-que busco está demasiado lejos y
- no puede acercarse lo necesario pa-
ra que yo llegué a él nadando.
El francés no había entendido
bien la idea de Balder, creyendo
que se refería simplemente a la
“contingencia de no poder salir en
la lancha. ]
- —El mar está muy agitado y es
difícil llegar al canal, Conde; en-
tre Lynmouth y Bristol no hay lan-
cha mejor que el Alondra; pero con
semejante mar, sólo Dios sabe si
- tendremos que salir a nado.
—¿Arriesga usted su vida por
mí, monsicur?—preguntó de Canot
con serenidad.
—¿Arriesgar por usted la vida,
Conde?—exclamó Jan Balder rién-
dose a carcajadas.—Claro que sí;
pero hace cincuenta años que la:
- arriesgo a cada momento y aun es-
toy aquí. Voy a llamar a los mu-
chachos y partiremos al instante,
Conde, no sea que alguien nos de-
tenga. Afortunadamente, están ahí
los chicos —añadió bajando la voz;
——Suerón con Su Alteza; pero cuan:
do la cosa se puso fea, lograron sa-
Ef con biem o E
Jan llamó en efecto a sus dos hi-
jos, que dormían en un cuarto cons-
truído fuera de la choza, la cual en
su origen se componía Únicamente
de dos habitaciones. Mientras se
preparaban los muchachos, como
decía el marinero, éste tendió un
- mantel sobre la mesa de la cocina
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y, colocando encima pan y queso, |
lo ofreció al fugitivo diciéndole al
mismo tiempo:
-—Dispense usted la falta de de-
licadeza, Conde; está todo limpio,
eso sí que puedo asegurarlo.
—Y yo, monsteur, no pido nada
más—exclamó de Canot estrechan-
do la tosca mano de Balder, el cual
perdió en parte la serenidad al ver
la afectuosa gratitud de su hués-
ped. :
—Voy a disponerlo todo, Con-
de, y entretanto obre usted como
si esta casa fuera suya. |
Salió después presuroso, subió
a su cuarto mientras de Canot par-
ticipaba del frugal almuerzo, con
verdadero apetito y antes de trans-
currir veinte minutos, estuvieron
todos dispuestos para la marcha.
Los dos hijos de Balder eran jó-
venes arrogantes, altos y fuertes,
de carácter resuelto. Sansón, el ma-
yor, llevó al barco un cesto de pro-
visiones guardándolo en el cajón
que había debajo de un banco pró-
ximo a la popa. No podían asegu-
rar cuándo llegarían al bergantín,
aunque Jan había visto brillar sus
luces en el canal más de una vez
durante la semana anterior, siendo
muy probable que hubiese buscado
refugio en alguno de los puertos
pequeños, tan abundantes en las
costas de Inglaterra y Gales, por
aquella parte, hasta que amainara
la tormenta y saliera, quizá aquel
mismo día, si era tranquilo como
anunciaba el viento. En realidad,
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