Full text: Bandidos aristócratas

  
EL SELLO ROJO 
juez para anunciar su pena a un 
prisionero antes de celebrarse el 
jurcio. 
- Jeffreys se mordió los labios y su 
semblante adquirió el color de la 
escarlata, recordando la observa- 
ción hecha en otro tiempo por Ca- 
talina acerca de la «justicia». 
—Es que está usted acusada de 
lesa traición, señorita, y para que 
el veredicto no fuera el que yo le 
anuncio, habría usted de probar 
cumplidamente que no sostuvo 
conversación en varias ocasiones 
(una de ellas presenciándolo yo) 
con el vizconde de Canot, un ex- 
-tranjero, enemigo reconocido de la 
Majestad del Rey, que ayudaba a 
la rebelión, fomentándola entre los 
súbditos de Su Majestad; y que no 
permitió usted a dicho francés en- 
trar en Wintern durante una ausen- 
cia de su tutor, sir Francisco Har- 
bin, contribuyendo a que burlara 
una orden de arresto dada con- 
tra él. : | 
—Tenía la idea, león: de 
que el proceso debía demostrar mi 
culpabilidad, y no yo mi inocen- 
cia, al menos en primera instancia 
— observó Catalina con entereza. 
| —¡Ah! no habrá dificultad algu- 
na en eso—respondió Jettreys, que 
iba perdiendo la poca paciencia que 
tenía.—Ese traidor francés entró 
en Wintern, le vieron entrar, como 
vieron que usted sostenía una con- 
versación con él en el salón. 
-A medida que Jeffreys se exci- 
taba durante el curso de la visita, 
Catalina iba recobrandó más y mas 
la tranquilidad, pudiendo pregun- 
tar al juez con asombrosa calma: 
— ¿Quién pudo yer todo eso, Ex-. 
celencia. 
—Un vecino suyo que, compren= 
diendo lo que le esperaba, supo re- S 
coger velas a tiempo y dirigirse al 
puerto más favorable —respondió 
Jeffreys con insolencia;—ese Star- 
tin. : 0 
—Recuerdo que hace poco em= 
pleó usted la palabra «traidor», re= 
firiéndose al vizconde de Canot,cu= 
ya vida salvó en cierta ocasión el 
duque de Monmouth, y vino a In= 
glaterra para pagar su deuda; pero 
me parece que tal expresión sería 
más apropiada a ese Startin que 
fomentaba la: insurrección entre 
hombres más ignorantes que él, de- 
jándolos después que perecieram 
mientras él se aprovechaba del fru- 
to de su traición y de la credulidad 
de la pobre gente. La frase le sien» 
ta a él como anillo al dedo. ) 
—.Esos hombres son siempre úti- 
les—observó Jeffreys riendo con 
cinismo.—Sirven para nuestros fi- 
nes y nosotros...—Jeffreys se inte- 
rrumpió, encogiéndose de hombros, 
y añadió: —Hay manera de pagar= 
les muy distinta de la que al pares 
cer esperaban. co 
—Creo, Excelencia—dijo Cata= 
lina con dignidad, —que estamos 
prolongando indebidamente una 
conversación cuyo fin no puede ser, 
más que uno, poco agradable cier= 
tamente para ambos. 
 
	        
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