EL SELLO ROJO
ra la necesitaba, su sorpresa fué in-
- mensa al ver al capitán abrazado
a Catalina que sollozaba con más
tranquilidad.
-—¡Dios mio! as Regi-
-naldo! Es un espectáculo muy tris-
te para mí; pero me alegro de que
- la señorita haya visto a aled otra
vez. Será un consuelo en tanto Co-
mo tiene aún que pasar la pobre.
La buena mujer había dejado la
lámpara sobre la mesa y con lágri-
mas en sus ojos, que bajaban por
sus mejillas, miraba a los dos jó-
venes.
2 —Juana—exclamó obicali=s
gracias a Dios, he venido con bue-
“nas noticias. El Rey, por su propia
mano, ha firmado la orden de que
tu señorita quedase libre; pero lo
“recibe así y nada de cuanto puedo
decirle parece proporcionarle el
menor consuelo. He hecho que te
- llamen pensando que tú sabrás ha-
cerle comprender que está libre,
- mucho mejor que yo.
- —¡Libre! ¡Conque está salva!
- ¡Gracias, Dios mio! ¡Ay, señorito
Reginaldo! es la noticia más grata
as he recibido en toda mi vida.
- Y Juana levantó los brazos vién-
dose claramente que oraba, ó mejor
dicho que daba gracias. por la res-
puesta a las peticiones que no ha-
bía dejado de hacer día y noche.
Un par de minutos después se arro-
dilló delante del canapé y abrazan-
: do a la joven, murmuró en tono de
e — ¡Señorita querida! Aquí está
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el señorito Reginilds que viene
con una orden del Rey. Anímese,
que nadie puede hacerle daño ya.
Ei Rey manda más que todos.
¡Dios le bendiga! y mi el mismo
lord Jeffreys puede tocarla á us-
ted ahora.
—Sácame de aquí, Juana—dijo
al fin Catalina;—sácame, porque
mientras esté en este sitio no pue-
do creerlo. ho :
¿Sintió Reginaldo algo semejan=.
e a los celos al ver que su amada
acudía a Juana antes que a él, cuan-
do necesitaba auxilio y simpatía?
Si fué así, no tardó en serenarse,
comprendiendo que el antiguo ins-
tinto de niña obligaba a Catalina a
obrar de aquella manera siendo una
mujer, y que con el instinto se pre-
sentaba la costumbre. Lo mismo
que había acudido a Juana cuando
sus pies eran menudos acudía aho-
ra que eran fuertes.
Maese Ellison había dispuesto
entretanto que preparasen un ca-
rruaje y no tardaron en tomar asien-
to en él las tres persoras reunidas
poco antes en el gabinete de la
prisionera, dirigiéndose a una ca-
sa, de la calle Mayor, propiedad de
lord Berkeley, donde residía a la .
sazón sir Francisco Harbin. En la z
calle había grupos discutiendo con
calor las sentencias del día y los
juicios anunciados para el siguien-
te. De un modo o de otro, había
trascendido fuera de la cárcel la
noticia de que la prisionera de más
categoría, había sido perdonada