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por el Rey en persona; pero era tal
el temor que Jeffreys infundía tan-
to a hombres como a mujeres, que
al pasar el carruaje despacio no hi-
- zo nadie una sencilla demostración
de alegría, ignorando todos lo que
podría ocurrir hasta que se apaci-
guase aquella sed de venganza O
saliera al menos de Taunton aquel
juez odioso.
Catalina bajó del coche con más
firmeza de la que podía esperarse
en ella, dada la laxitud que expe-
- rimentara poco antes; el paseo aun-
- que corto había sido suficiente pa-
-ra reanimarla y el hecho de hallar-
se fuera de la opresiva atmósfera
de la casa del gobernador y de la
] proximidad de los sombríos muros
de la cárcel produjo en ella un efec-
to beneficioso. La jovialidad natu-
ral no puede destruirse por com-
pleto, aunque haya casos en que pa-
rezca quedar oculta. Estrechó con
afecto la mano que Reginaldo le
tendía para ayudarla a bajar, y
“cuando ambos se hallaron sanos y
salvos en el vestíbulo de la casa de'
Berkeley, le presentó el rostro, be-
sándolo Reginaldo con efusión.
—Temo haberte hecho pasar un
mal rato, no recibiéndote mejor—
le dijo; —pero no sabía siquiera
donde estaba. Creo que me hallaba
ya en el valie de sombras, sin per-
ae un reflejo, por ligero que fue-
se, iluminando la salida. Tú me
: qe sacado de él, alma de mi alma,
y no lo olvidaré nunca.
Nada más usisron. decir. r porque
tes del
EL SELLO ROJO
sir Francisco descendía por la es-
calera. Su cabello blanqueaba más
que de costumbre y vacilaba como
si le hubieran echado encima diez
años. Al ver a Catalina corrió a ella
y por primera vez, desde -que ha-
bía muerto la señora Harbin, rom-
pió en lágrimas. Entonces le llegó
el turno a Catalina de estar a la
altura de la situación, y el esfuer-
zo fué saludable para ella. )
—Agradecería en el alma que
nos sirviesen un refrigerio—obser-
vó sir Reginaldo apenas se retira-
ron los tres al gabinete que ocupa-
ba su padre desde que residía en
aquella casa, en Taunton. —Desde
que salí de Londres he comido sim-
plemente lo indispensable para te-
nerme en pie, y por lo que toca a.
dormir no he sabido lo que era.
Ni Catalina ni sir Francisco pu-
dieron participar de los, manjares
servidos; pero Reginaldo que ex-
perimentaba viva alegría comió
muy bien, especialmente de un
magnífico pastel de venado, lo-
grando que su padre y su prometi-
da tomaran al menos un poco de
- pan y un vaso del magnífico vino
francés que lord Berkeley tenía en
sus bodegas y había puesto como
toda la casa á su disposición. —
No obstante las fatigas que to-
dos habían sufrido, se dispuso que
un carruaje fuera a buscarlos an--
amanecer, para regresar
al palacio de Wintern. Tenían de-
=seos de encontrarse de nuevó en
“aquella mansión, respirando los pu-