EL CONDE. DE LÉICESTER
- —¿No me acompañáis?
-—¿Y para qué? Ya he visto y olido
lo suficiente para quitarme el apetito.
Sin embargo, abrí la ventana y renové
el aire, dando escape a un torbellino de
- vapores sulfurosos y otros miasmas as-
- fixiantes, como si hubiera estado el dia-
E = blo en el laboratorio.
—¿No será esta muerte obra del mis-
F mo demonio?—agregó Foster ;—he oí-
do asegurar que en esos momentos es
omnipotente con tales personas.
.. —Bi el que te perturba el cerebro es
- ese Satán en quien crees, puedes estar
tranquilo, a no ser que sea un demonio
a _poco razonable, pues estos días ha te-
nido dos buenos bocados.
¿Cómo dos bocados, qué queréis
decir?
- —Yalo sabrás a su tiempo. Y luego
esa otra caza; pero tú la considerarás
sumamente fna para el gaznate del dia-
«blo; ella tendrá sus salmos, sus arpas
Y sus serafines. :
E Foster se acercó con lentitud a la
Por Dios, sir Ricardo, ¿habrá que
hacer semejante cosa?
- —Efectivamente, Antonio, si quieres
ser dueño de esta propiedad.
- —Siempre he creído que las cosas
acabarían asi—replicó Foster ; — pero,
¿cómo haremos? Por nada en el mun-
do pondré la mano en ella,
-—No puedo echártelo en cara, pues
yo tendría la misma repugnancia : por
esto debemos sentir la falta de Alasco
su maná, como la de ese perro de
Lambourne.
—¿Cómo? ¿Dónde está Lambourne?
No me hagas preguntas. Si tus
eencias son verdaderas, ya le verás
la. Pero tratemos asuntos más
: los. Quiero enseñarte una trampa pa-
a coger jilgueros. Dime, ¿ese aparato
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de tu invención no puede parecer segu-
ro, aunque se le quiten sus sostenes?
—SÍ, y así puede continuar mientras
no se pone allí el pie.
¿Y si la dama quisiera pasar por
encima y escaparse, su peso sería bas-
tante ?
—El de un ratón bastaría.
—Moriría, pues, al tratar de huir.
¿Qué culpa tendríamos nosotros de eso,
Antonio? Vámonos a dormir; mañana
prepararemos este asunto. o
Al día siguiente por la tarde V arney
llamó a Foster para disponer su plan.
Tider y sus viejas fueron enviados con
un pretexto al pueblo, y Antonio visi- j
tó la prisión de la condesa, con el pre-
texto de ver si no le faltaba nada. Hn-
ternecido por su dulzura y su humildad, -
no pudo menos de recomendarle con
instancias que no abriera la puerta has-
ta la llegada de lord Léicester.
—Creo-—añadió,—que no tardará.
Amalia lo prometió así y Foster fué
a reunirse con su cómplice, aligerada
ya en parte su conciencia del peso que
tenía.
—TLe he hecho una advertencia—se
decía,—el lazo es inútil si se previene -
de su existencia al ave.
El miserable dejó la puerta del cuar-
to sin cerrarla por fuera y, retirando
los sostenes de la trampa, la dejó en
equilibrio sólo por la adhesión de su
extremidad por las paredes. )
Los dos cómplices se retiraron al. pi-
so bajo, aguardando el acontecimiento,
pero fué inútil. Por fin Varney, que se:
paseaba con agitación, envuelto en su
capa, se desembozó de pronto pe z
mando : :
—Nunca mujer alguna ha sido bas-
tante loca para perder semejante ocasión
de escaparse.
—Tal vez esté resuelta a esperar que
llegue el conde.