50
sus sentimientos bajo el velo de la cor-
- tesía, con objeto de descubrir mejor los
de los demás. Antonio Foster, al con-
trario, hacía resaltar su aspecto som-
brío y común por los torpes esfuerzos
que realizaba para no dejar traslucir su
mal humor y la inquietud que le cau-
saba el ver tan espléndidamente vestida
y rodeada de tantas brillantes prendas
del afecto de su esposo a la que hasta
aquel momento había tratado con el
despotismo de un carcelero. La estudia-
da reverencia que le hizo era como la
confesión de sus sentimientos íntimos :
parecía la de un reo ante su juez, cuan-
do al mismo tiempo quiere referirle su
crimen e implorar su clemencia.
Varney, que había entrado primero
por su condición de caballero, sabía me-
- jor que aquél lo que debía decir y lo hi-
zo con cortesía y en tono muy natural.
La condesa le recibió con todas las
apariencias de la cordialidad, como si Y
le perdonase sus pasadas culpas. Se pu-
so de pie, dirigiéndose a él y le tendió
la mano, diciendo: :
—Señor Varney, esta mañana fuis-
-— teis portador de tan gratas noticias pa-
ra mí, que me temo haber olvidado, en
mi alegría y mi sorpresa, ja orden que
-me ha dado el conde de recibiros con
distinción. Os tiendo mi mano en señal
de reconciliación.
—No soy digno de tocarla—contestó
Varney doblando la rodilla, —sino como
ei vasallo toca la de su señor.
Y así diciendo, llevó a sus labios
aquellos encantadores dedos cubiertos
de sortijas, y levantándose después con
—galantería, dió algunos pasos como para
, conducir a la joven al sillón señorial.
Pero Amalia dijo que no se sentaría
en él sino cuando su propio marido la
llevase.
—Hasta ahora no soy más que una
WALTER SCOTT
condesa disfrazada, y hasta que el mis-
mo que me los ha dado no me autorice
para ello, no haré uso de mis derechos.
—Contfío, señora—dijo a su vez Fos-
ter, —que al ejecutar las órdenes de
vuestro esposo y mi señor de mantene-
ros reclusa, no me he expuesto a vues-
tro resentimiento, pues me he limitado
a cumplir con mi deber. El Omnipoten-
te, como afirman los libros santos, ha
dado la primacía y la autoridad al mari-
do sobre la mujer. Si no he repetido las
mismas expresiones del libro sagrado,
“son, por lo menos, muy parecidas.
—La sorpresa que he experimentado
al entrar en estas habitaciones ha sido
tan grata, señor Foster, que haría mal
no disculpando la severidad con que
me habéis alejado de ellas hasta que
estuvieran tan suntuosamente adorma-
das. :
—Sií, señora, mucho dinero se ha in-
vertido en esto; pero a fin de que no
se haga más gasto del indispensable,
voy a ver si está todo en orden. Os dejo
con el señor Varney, hasta que llegue el
señor conde, pues creo que tiene algo
que deciros de parte de vuestro noble
marido. Vamos, Juana, acompáñame.
—No, señor Foster, vuestra hija per-
manecerá aquí. Lo único que hará será
sentarse en el extremo opuesto del sa-
lón, si lo que el señor Varney tiene que -
decirme de parte del conde sólo dcbg
oirlo yo.
Antonio se retiró saludando con poca :
gracia y lanzando sobre los muebles una
mirada que parecía lamentar el gasto
hecho para convertir en palacio casi re-
gio un antiguo convento. Juana tomó
un tablero de bordar y fué a colocarse
en la puerta del comedor, mientras Var :
ney, escogiendo con humildad el esca-
bel más pequeño, se sentó cerca de los
cojines en los que nuevamente se había -
reclinado la condesa, y así permaneció |
Le