| EL ULTIMO
disposición de poner en práctica nues-
tra empresa, como hombres y no co-
mo mujeres charlatanas o muchachos
impacientes.
Juzgando por el tono y firmeza con
que hablaba el cazador, conoció Hey-
ward que sería inútil cualquiera ob-
servación que se le hiciese, y como
Munro había vuelto a la apatía, ha-
bitual en él después de sus últimas
desgracias, y de la que sólo alguna
fuerte impresión le sacaba de vez en
cuando, el joven mayor, haciendo de
la necesidad virtud, dió el brazo al
_ veterano y siguieron al cazador y a
los indios que habían ya empezado a
caminar con dirección a la llanura,
1I
Salar. — Aunque no te reem-
bolse, no creo que pretendas to-
mar su carne, porque, ¿para qué
te servirá?
Shy. — Para cebo de los peces
en todo caso, apagaría mi sed
S Venganza.
SHAKESPEARE.
- La noche envolvía ya en sus som-
bras el derruído fuerte, cuando llega-
- ron log viajeros a «Guillermo-Enri-
que». :
El cazador y los mohicanos apre-
-_Suráronge a hacer los preparativos ne-
_Cesarios para pernoctar, pero, tris-
tes y cariacontecidos, revelaban que el
horrible espectáculo por ellos visto
- había hecho en su ánimo más impre-
Sión que lo que aparentaban. Arrima-
> - TOD a la muralla algunas vigas medio
- Quemadas para formar una techum-
- bre y, cubriéndolas Uncas de ramas,
- quedó construída la eeeitación pro-
> pal
e Mientras Ojo-de-halcón y sus dos
e apidcros encendían el fuego y dis-
- Ponían la cena, tan frugal que se re-
E dusía a un paco de cecina de 050, el
WMOHICANO
mayor euncaramóse sobre las ruinas de
uno de los baluartes que miraban ha-
cia el Horican. El viento había amai-
nado un poco y las olas no se estre-
llaban tan violentamente contra la
arenoga orilla. Las nubes, como fati-
gadas de su curso impetuoso, iban
disgregándose, y las más densas se
reunían en grandes masas negras en el
horizonte, mientras las más ligeras
se sostenían aún sobre las aguas del
lago y la cumbre de las montañas, se-
mejantes a una bandada de aves asus-
tadas que no se atreven a abandonar
el sitio donde han dejado sus nidos.
Durante un largo rato, contempló
Heyward aquella escena, dirigiendo
sus miradas ora hacia las ruinas, en-
tre las cuales el cazador y sus dos
amigos habían tomado asiento junto
a la lumbre, ora hacia la débil cla-
ridad que se distinguía aún en la parte
de poniente por el rojo y pálido color
c0n que se teñían las nubes. Los ojos
del joven oficial iban a posarse luego
sobre aque: fondo obscuro con que
terminaba el recinto en donde tantos
infelices habían encontrado la muerte.
De pronto, parecióle oír hacia aque-
lla parte algún sonido tan bajo y tan
confuso, que le era imposible distin-
guir su procedencia ni adquirir el
convencimiento de que no era una
ilusión. Avergonzado de la inquietud
que experimentaba, procuró distraer-
se dirigiendo la vista hacia el lago
en cuya agitada superficie se refleja-
ban las estrellas, y entonces su oído
atento se aseguró de la repetición de
los mismos sonidos, como si le avi-
saran de algún peligro. Prestó toda su
atención al ruido que percibió más e
distintamente en lo profundo de la
obscuridad, y parecióle que era pro-
producido por una persona que mar- E
chaba con rapidez. E