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un torbellino. es menos veloz y sus
estragos menos terribles. El hacha
de Uncas, el fusil de Ojo-de-halcón,
y hasta el brazo todavía nervioso de
Munro, realizaron tales proezas que la
tierra quedó, en un momento, Cu-
bierta de cadáveres. No obstante, el
magua, a pesar de su audacia, y auUn-
que se expuso constantemente, pudo
escapar de todos los peligros que le
- amenazaban. Parecía uno de aque-
los héroes favorecidos por la suerte,
de quienes las antiguas leyendas nos
refieren que poseían un talismán pro-
digioso que protegía su vida. Profi-
riendo un grito, en el que se refleja- $
ban el exceso de su furor y su des-.
esperación, el Zorro Sutil, después de
haber visto caer a su lado a sus com-
pañeros, echóse fuera del campo de
batalla seguido de los dos únicos ami-
gos que le habían quedado, mientras
los delawares se ocupaban en reco-
ger los trofeos sangrientos de su vic-
toria.
- Pero Uncas, que lo había buscado
inútilmente en la refriega, lanzóse en
80 persecución. Ojo-de-halcón, Hey-
_ waxrd y David 'se apresuraron a co-
-——yrer detrás de él; pero todo lo que el
cazador podía hacer con los mayores
- osfuerzos era seguirle de modo que
- estuviera siempre a distancia con-
$ o para poder defenderlo. En
«una ocasión, el magua trató de vol-
y erse para probar gi podría al fin sa-
— tisfacer su venganza; pero este pro-
vecto fué abandonado casi al mismo
tiempo que fué concebido, e internán-
- dose en una espesa maleza, adonde:
_ fué seguido por sus enemigos, entró
- repentinamente en la caverna donde
había estado Alicia recluída. Ojo-de-
halcón lanzó un grito de júbilo ere-
yendo que su presa no podía escapar,
- y precipitóse con sus compañeros en
J. FENIMORE COOPER
la cueva, cuya entrada era larga y :
estrecha, pudiendo ver a los hurones
que se retiraban. Al penetrar en las
galerías naturales y en los pasajes
subterráneos, vieron salir centenares
de mujeres y niños gritando horrible-
mente y que a la claridad indecisa -
que reinaba en dicho sitio, semeja-
ban sombras y fantasmas que huían
de la presencia de los mortales.
Uncas sólo veía al magua; sus ojos
ño miraban ni se detenían más que en
él; sus pasos seguían los de aquél:
Heyward y el cazador continuaban
siguiéndole, animados por los mismos
sentimientos, aungue monos exalta
dos, pero cuanto más avanzaba, más
la claridad disminuía, y más difícil
les era distinguir a sus enemigos, que,
conociendo los caminos, escapaban
cuando se creían más inmediatos a
alcanzarlos. Hubo un momento en
que creyeron haber perdido el rastro.
de sus pasos; pero, entonces, distin-
guieron un traje blanco en la extre-
midad de un pasaje que parecía. col
ducir a la montaña. | E
—¡Es Cora! — exclamó Hoyward.
con voz trémula y conmovida.
—¡Cora! ¡Cora! — repitió Uncas
avanzando como el gamo en los bos
ques. :
—Ella misma — repitió el. caza- :
dor—: ¡valor, hija mía! ¡aquí estamos!
¡aquí estamos! j
Esta visión infundiéles nuevo ar-
dor y pareció prestarles alas, pero el
camino era demasiado pre lleno
de asperezas, y en algunos parajes
casi impracticable. Uncas arrojó el
fusil, que le embarazaba en su carre-.
ra, y siguió con vehemente impetu E
sidad. Heyward hizo lo mismo; pero
un instante después viéronse obli
gados a reconocer su imprudencia, :
oír ue los. hurones eco miat