EL ULTIMO MOHICANO
tan a pero, cuando las últimas
mujeres de la tribu se hubieron colo-
cado en los sitios que les estaban asig-
nados en el funeral, los lenapes es-
trecharon el círculo y volvieron a
agruparse alrededor de Uncas, tan
inmóviles y silenciosos como antes.
El lugar en que debían ser enterra-
dos los restos de Cora era una peque-
ña colina en donde crecía un bosque-
cillo de pinos jóvenes y fuertes, que
—proyectaban sombra adecuada al se-
pulero. Al llegar allí, las jóvenes de-
jaron su carga, y con la paciencia ca-
racterística de las indias y la timi-
dez propia de su edad, esperaron que
uno de los amigos de Cora las anima-
se con algunas palabras de aproba-
ción. El cazador, que era el único de
log presentes que conocía aquellas
ceremonias, les dijo en delaware:
-—Lo que mis hijas han hecho está
muy bien hecho, y los hombres blan-
cos les deben por ello gratitud.
- Batisfechas con este testimonio de
aprobación, las jóvenes depositaron
el cuerpo de Cora en una especie de
ataúd, primorosamente labrado en la
- corteza de un álamo blanco, y lo co-
-locaron seguidamente en su obscura
y última morada. La ceremonia ac0s-
tumbrada de cubrir con hojas y ra-
maje la tierra recientemente removi-
da, efectuóse con las mismas fórmu-
- las sencillas y silenciosas; pero, cum-
-plido este último y penoso deber, las
jóvenes quedaron inmóviles ignoran-
do si debían continuar practicando
los ritos de su tribu. El cazador vol-
ió entonces a hacer uso de la pala-
- bra diciendo:
- —Amables jóvenes, ya han hecho
bastante; el espíritu de un blanco no
- necesita vestidos ni alimento—y, lue-
go, dirigiendo los ojos a David que
se disponía a entonar un cántico sa-
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grado agregó— VOy a dejar hablar a
quien conoce mejor los usos de los
cristianos.
Las delawares se retiraron pruden-
temente a un lado, y después de ha-
ber representado el primer papel en
esta triste escena, constituyéronse
en sencillas y atentas espectadoras.
Durante todo el tiempo que David
empleó en rezar sus piadosas oracio-
nes, no se les escapó ni una ojeada de
sorpresa, ni una señal de impacien-
cia; escuchaban como si comprendie-
ran las palabras que pronunciaba, y
parecían tan conmovidas como si sin-.
tiesen el dolor, la esperanza y la re-
signación que el cántico sugería.
Excitado por el espectáculo que
acababa de presenciar, y acaso tam-
“bién por la alteración secreta que
experimentaba, David desempeñó ad-
mirablemente su cometido. Su voz
llena y sonora, resonando después de
los acentos plañideros de las jóvenes
no perdía nada en la comparación, y
sus cantos más armoniogos reunían
además el mérito de ser inteligibles -
para las personas a quienes él los diri-
gía especialmente. El cántico terminó
como lo había empezado, esto es, en
medio del más gs y solemne si-
lencio.
Coneluída la última estrofa, las mi-
radas inquietas de los cireunstantos
y la violencia que todos se hacían
para no producir el menor ruido,
anunciaron que esperaban que el pa-
dre de la joven víctima hiciese USO
de la palabra; y, en efecto, Munro, E
comprendiendo que había llegado
el momento de hacer él lo que puede
considerarse como el mayor esfuerzo
de que es susceptible la naturaleza SS
humana, descubrió su venerable. can
beza, dirigió una mirada al concurso
que le rodeaba, hizo seña. a q Wide > |