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ya tantos peligros en defensa nuestra.
—Nuestra querida Alicia habla en
este momento como digna hija de
Munro—dijo Heyward aproximándo-
se a ella para estrechar su mano—: con
dos ejemplos de valor como éstos,
¿qué hombre dejaría de portarse
como un héroe?
Tomó asiento en medio de la ca-
verna con la única pistola que le
quedaba en la mano, reflejando su
rostro su desesperada resolución,
—Si los hurones vienen, no entra-
rán aquí fácilmente como suponen—
agregó en voz baja; y apoyando la
cabeza contra la roca dispúsose a es-
perar los acontecimientos con pa-
ciencia y resignación y los ojos fijos
en la única entrada de la gruta que
quedaba libre y estaba defendida
por el río.
Un largo y profundo silencio si-
guió a estas palabras de Hey ward. Jl
aire fresco de la mañana había pene-
trado en la caverna y su bienhechora
influencia producía grata impresión
en los viajeros. Cada minuto quetrans-
curría sin nuevos peligros, reanimaba
en su corazón el rayo de esperanza
que empezaba a renacer, aunque nin-
guna se atrevía a comunicar a los
compañeros una confianza que podía
resultar fallida un momento des-
pués.
Sólo el maestro de canto se mostra-
ba, al menos en apariencia, indife-
rente a estas emociones: un rayo de
uz que entraba por la estrecha aber-
tura de la caverna, iluminaba su
rostro, mientras él se entretenía ho-
jeando su librito, como si buscase
un cántico conveniente a la situa-
- ción por que atravesaban. Con segu-
ridad, procedía así conservando una
idea confusa de lo que el mayor le
rabia dicho al conducirle a la caver-
J. FENIMORE COOPER
na. Al fin, pareció encontrar lo que
deseaba, pues, sin que mediase ex-
plicación alguna, como solía hacer
siempre que se dedicaba al canto,
sacó su instrumento favorito para
tomar la entonación, y dijo el pre-
ludio.
—¡No hay peligro en esto? —pre-
guntó Cora contemplando con fije-
za a Heyward. :
—;¡Pobre diablo! —repuso el ma-
yor—. Su VOZ es demasiado débil en
este momento para que se oiga en
medio del ruido de la catarata. De-
jémosle que se consuele a su manera
puesto que puede hacerlo sin ningún
riesgo.
El maestro de canto echó una ojea-
da en su derredor con cierto aire de
gravedad, capaz de imponer silencio
a una turba de discípulos charlata-
nes, y dijo:
—Este es un hermoso tono, y la
letra es solemne: cantémosle, pues,
con toda la expresión adecuada.
Hizo una pequeña pausa con ob-
jeto de atraer la atención de sus oyen-
tes, y empezó a cantar por un tono
bajo que, elevado gradualmente, con-
eluyó por llenar la caverna de armo-
niosos ecos. La melodía, que era más
patética por la debilidad de su voz,
influyó por grados en todos los oyen-
tes, y triunfaba hasta de la misera-
ble poesía del cántico, tan cuidadosa-
mente escogida, haciendo olvidar con
la dulzura inexplicable de su voz la
falta absoluta de inspiración del poe-
ta. Sintió Alicia inundarse de lágrimas
sus ojos y contempló al cantor con
enternecimiento y gozo que no inten-
taba ocultar. Cora premió con una
sonrisa de aprobación los esfuerzos
de David, y la frente de Heyward se
serenaba cuando perdía un momento
de vista la estrecha abertura por don-