MARCEL ALLAIN
renta y ocho horas, seguramente irá mejor todavía ; yo no
estoy aún para que me echen a los perros.
Se encogió de hombros. A poco, de repente, abando-
nando su actitud lánguida con una vivacidad inesperada,
se registró, sacó un paquete de cigarrillos e hizo fun-
cionar un encendedor.
La llama de la lucecita iluminó un instante los rasgos
de este hombre. Estos eran bien conocidos en el mundo
entero ; los diarios los habían reproducido muchas veces.
Este hombre era el inspector Rude, el policía famoso, el
enemigo de Tigris.
Dió tres chupadas a su cigarrillo; después lo tiró. Más
tarde encendió otro, que después de otras tres . chupadas
corrió la misma suerte.
Eso indicaba, sin duda alguna, una gran preocupación. *
-Este juego hubiera seguramente continuado ; pero fué in-
terrumpido bruscamente. E
Se oyó en la estancia el ruido de una cerradura que
se corría y alguien entró en ella.
—Buenos días, padre.
—Buenos días, León.
En una simple frase, en un buenos días tan sencillo,
puede encerrarse un mundo. Las palabras dicen lo que
el tono les hace decir.
El inspector Rude había hablado afectuosamente, cordial-
mente, de una manera, en realidad, indiferente. El hijo se
expresaba con voz temblona, sorda, como atormentado de
un dolor desconocido.
El joven quedó inmóvil durante algunos segundos ; des-
pués dijo :
—aá No enciende usted la luz, padre?
No... Tú verás... Enciende, hijo mío, si quieres.
La luz débil iluminó al hijo.
Si el padre no había cambiado nada, Las: en cambio,
estaba verdaderamente transformado. «¿Aviejado? Puede
ser que no; acaso más viril, más hombre.
—Bueno. ¿Tú enciendes o fumas?-—le preguntó el padre.
—Quiero hablaros, padre.