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—¡ Corre, Clorinda, corre!—repetía;—aun esta-
mos fejos del castillo de Bellhombre, y la noche
avanza... y Diana me espera.
Clorinda, como si hubiera comprendido a su
amo, precipitó áún más su galope, y pasó como
un sueño a través del bosque.
De repeente se dejó oir un ruido extraño... un
grito, como e graznido lastimero de 'un ave noc-
turna.
El jinete refrenó su valiente cabalgadura y Clo-
rinda se paró en seco. Su amo se puso a escu-
char.
El grito se reprodujo.
Entonces el joven se llevó dos dedos a la boca y
dió lun silbido, modulado de una manera parti-
cular. /
Otro silbido idéntico le contestó a la. lejos: ha-
bríase dicho que era un eco perdido en el bosque.
El jinete espoleó y Clorinda se precipitó 1ns-
tintivamente en fa dirección del segundo silbido.
Corrió en esta dirección 'tunos diez minutos.
Después se repitió otra vez el grazmido, y Glo-
rinda se paró.
Entonces salió 'una forma negra de en medio
de los matorrales y fuego: aquella forma, hombre
o fantasma, dió dos pasos hacia adelante.
—¿Sois vos, señor Héctor?-—dijo una voz.
—¡¿ Eres tú, grano de sal? :
—Yo soy, señor Héctor.
Á pesar de la obscuridad pudo ver entonces el
jinete a 'un muchacho de unos quince años, que
vestía a poca diferencia como él, solo que lleya-
ba Jas calzas blancas y, el chaquetón azul y que
en vez de pañuelo a la cabeza la cubría con un
ancho sombrero de fieftro de: que escapaba una
larga y desordenada cabellera negra.
—Buenos días, señor Héctor—dijo.
—Creo, Grano de Sal, que podrías decir bue-
nas noches—repíicó e€l jinete.
—Dispensadme, señor conde.
—( Quieres calflarte, imbécil?