tU
]
E
Y
k
Y
k
o...
186 : LOS PARDAILLAN
—¿ Así, pues, seguiste la silla de posta en
que Monseñor había ocultado las prisioneras ?
—Sí, tío, hasta la calle de la Hache.
—¿ Te vió alguien? Fíjate bien, pues tu vida
depende de tu franqueza.
—Creo que el señor d'Aspremont debió de
verme, pero no creo que me reconociera.
—¿Y cuál era tu idea al seguir la silla de
posta?
—Ninguna, el deseo de curiosear tan sólo.
—Y viste lo que no debía ver nadie en el
mundo, muchacho. :
—¡Ay! Ya me arrepiento de ello, mi que-
rido tío. Os juro que no lo haré más.
—Bueno. Ahora dime, bribón y miserable,
qué demonio te impulsó a referir a los Par-
daillán lo que no debieras haber visto nunca.
—No fué el demonio, sino el deseo de con-
servar mis orejas.
—¡Ah, miserable cobarde! ¿Querías conser-
var tus orejas, cuando yo te daba el ejem-
plo de resistencia? Cuando yo ofrecía toda
mi fortuna aun cuando sabía que moriría de
dolor si la aceptaban. Cuando yo consentía
en morir antes que hacer traición a Monse-
ñor. ¿Sabes acaso, infame, las desgracias que
tu traición” puede acarrear a Monseñor?
—¡Ah! Perdonádmelo, tío.
—¿ué será de mí ahora? ¿Qué contestaré
a mi digno amo cuando éste me pida cuentas
de lo sucedido? ¿Cómo podré atreverme a
dirigirle la palabra? ¿No valdría más que me
ahorcara antes de su regreso?
—¡Ah, tío mío! no hagáis esto, porque me
moriría de dolor.
El viejo. Gil era sincero; había dejado caer
la cabeza entre las dos manos y se preguntaba