210 LOS PARDAILLAN
pensó deslizándose por el tragaluz y dejándose
caer en el granero.
—-—¿Qué sucede?—pensó el viejo Pardaillán.
El caballero relató lo que acababa de pasar.
Inmediatamente padre e hijo quitaron el heno
que estaba apilado en el fondo del granero y
que evidentemente ocultaba la puerta seña-
lada por el desconocido en caso de que exis-
tiera y éste no fuera un traidor. Con gran
alegría la puerta apareció por fin y al mismo
tiempo oyeron tras ella el ruido que producían
al tratar de abrirla desde la otra parte.
Lo consiguió al cabo de pocos minutos y un
anciano de alta estatura, vestido con traje de
terciopelo negro, apareció y descubriéndose,
dijo:
—Señor Brisard, y vos, señor de la Rochet-
te, sed bienvenidos.
Padre e hijo se miraron estupefactos.
—¡Cómo! ¿no me reconocéis? ¿No recor-
dáis que me salvásteis lá vida en la calle
de Saint-Antoine, así como a aquella joven
señora?
El viejo Pardaillán se dió un golpe en la
frente y exclamó:
—Sí, ahora recuerdo, os: reconozco, señor...
—Ramus—dijo el anciano.
_—Sí, esto es. Pero he de advertiros que yo
no me llamo Brisard y nunca he sido sargento
de armas, como dije. El caballero, aquí presen-
te, tampoco se llama señor de la Rochette.
Dí estos nombres, porque entonces teníamos
interés en ocultarnos. Me llamo Honorato de
Pardaillán y mi hijo es el caballero Juan de
Pardaillán.
—Señores—dijo Ramus—. Asistí al terrible
combate de ayer. ¡Ah! ¡En qué tiempos vivi-