172 LOS PARDAILLAN 4
—Deo gratias — murmuró Lubin inclinán-
dose.
Luego un profundo suspiro hinchó su pe-
cho y se dijo:
—Quince días a pan y agua. ¡Ah! Me mo-
riré con toda seguridad.
Triste y con el alma llena de amargura,
el hermano Lubin se dirigió a su celda en
dónde halló al hermano Teobaldo que, avi-
sado sin duda, lo esperaba y lo llevó a una
sala vecina de la puerta de entrada.
Aquella sala cuya disposición era seme-
jante a una capilla, no contenía más que al-
gunas sillas e imágenes de santos, pero en
el fondo se levantaba una especie de altar
rematado por un gran crucifijo. Sobre el pri-
mero estaba colocado el famoso caldero, or-
dinariamente recubierto de un paño negro;
pero algunas veces, cuando se admitían fieles
a visitarla, lo descubrían y entonces se podía
ver que era una marmita de cobre vulgar. De
vez en cuando se echaba agua, para observar
si se cumplía el milagro, es decir, si se con-
vertía en sangre.
El hermano Teobaldo llevó a Lubin hasta
el caldero ante el cual se hincó de rodillas.
—¿ Por qué suspiráis así? — preguntó en-
tonces.
—¡Ah, hermáno mío! — contestó deses-
perado Lubin. — Recuerdo mis comidas de
la Deviniére. He perdido los ricos pasteles
de la señora Rosa que de vez en cuando po-
día saborear. ¡Ay! ¿Dónde estáis jamones
que regaba con los restos de las botellas que
me dejaban ? Había especialmente un cierto
vino de Borgoña, dulce y capaz de reanimar
a un muerto.