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8 EL DIA DE LA JUSTICIA
horcas de las que les colgarían como cómplices de un
rebelde.
Observó Pardaillan el efecto que sus palabras habían
producido, y, lejos de mostrarse apesadumbrado, es-
bozó una sonrisa de satisfacción. La arrogancia y des-
preocupación de su hijo le halagaban; pero sin duda te-
nía sus secretos proyectos, pues continuó:
—Pensando es esto, me he decidido a enseñaros las
entradas secretas por las que se puede llegar a este si-
tio. Como en toda Francia soy yo el único que conoce
esas entradas, creo que, mientras permanezcáis aquí,
podréis dormir a pierna suelta, ya que nadie vendrá a
molestaros, por la sencilla razón de que todo el mundo
ignora la existencia de estos subterráneos.
—Creed, señor—dijo Juan profundamente conmovido,—
que no sé cómo agradeceros vuestra bondad y delicada
solicitud, Mi buena estrella, sin duda, es la que os ha
puesto en mi camino. Vendré a ocultarme en este refu-
guio, si es preciso, pero sólo en último extremo. ¿Qué
queréis que os diga, señor? Necesito aire y luz, pues aquí
me ahogo. Lo único que siento es que ya es muy tarde
y las puertas de la ciudad están cerradas; de lo contra-
rio me iría ahora mismo.
—¡ Bah !—dijo Pardaillan con indiferencia,—una noche
se pasa pronto. Nos iremos mañana, al amanecer.
—Y, no contento con la pobre cena que habéis hecho,
queréis pasar una noche tendido sobre el duro suelo,
sólo por complacernos. Eso es ya demasiada bondad.
—¿Creéis que sería la primera vez? ¡ He tenido que pa-
sar tantas noches al raso sin uno siquiera de esos haces
de paja que veo ahí! En cuanto a la cena, que llamáis
pobre, es una de las mejores que he hecho en mi vida.
¡Me he tenido que acostar tantas veces sin cenar!
Juan miró fijamente a Pardaillan. No había duda de
que hablaba en serio y que decía la verdad. Tranquili-
zado por esta parte, le asaltó otra inquietud y dijo sin
apartar la vista de su padre:
—Me estoy dando estúpidamente aires de anfitrión y
quizá sois vos quién nos ofrece hospitalidad.
—¿Qué os hace suponer eso?—preguntó Pardaillan con
la mayor ingenuidad.
—El hecho de que conozcáis al dedillo estos subterrá.-
neos. ¿Quién nos asegura que no son de vuestra pro-
piedad?
Juan el Bravo daba, sin duda, capital importancia a
esta pregunta, pues miraba de hito en hito al caballero;
pero éste había recobrado la expresión indescifrable de
su semblante y contestó con perfecta naturalidad: