UNA TRAGEDIA EN LA BASTILLA 105
- —¡ Cinco mil ducados de oro! de E
—Pardaillan atravesó tranquilamente la sala
común, y se dirigió a un gabinete aislado que
recordaba haber franqueado de un salto la no-
che de la algarada del palacio de Fausta. Que-
ría acercarse lo más posible a la puerta de co-
_ municación. ¿Pero dónde estaba ésta? Se sen-
- tó ante una mesa y a la mujer que fué a en-
terarse de lo que deseaban aquellos hidalgos,
Mesoohtesió. NT A :
—Comer. El pregón del señor. Guillaumet
me ha abierto el apetito, E
- Diez minutos más tarde, una tortilla deli-
- Cciosamente dorada exhalaba ante ellos su aro-
_ mático perfume. Pardaillan la despachó 00.
pocos bocados. Luego atacó un guisado de
anguilas, del que no dejó más que el plato.
Además declaró la guerra a cierto capón que
la huéspeda reputó por superior a los de.
Mans. Todo ello fué regado con algunas bo-
tellas de un vinillo de Saumur picante como
el champaña. Sin perder bocado, Pardaillan
- decía de vez en cuando al Duque : E
- —Comed, caramba. Hacéis cara de cuares- A
ma. Cualquiera se figuraría que tenéis la con-. sa
ciencia llena de remordimientos. ¿No es cier-
a
- Esta, que era una mujer de pelo rojo que,
_Sin duda, había sido muy bonita en los tiem-
pos de su juventud, acababa de dejar un gran
- Pote sobre la mesa diciendo :
-._ —Son melocotones cocidos con vino, azú-
car y canela. Un delicioso postre que es in-
Ai A O lO
__ Se ve que sois tan inteligente como her-
Mmosa—dijo Pardaillan—. ¿ Cómo os llamáis?
—La Roja, caballero, para serviros. |
- En aquel momento entró un joven vestido