40 LOS PARDAILLAN
te le había preparado Cheverni y, por fin,
hubo pasado revista a los veteranos de Cri-
llón, pensó que no sería tal vez su estancia
muy desagradable. !
No obstante, al poco tiempo, se desvaneció
esta impresión, pues echaba de menos el Lou-
vre y sus fiestas. A pesar de que se distraía
con procesiones, le faltaban las mascaradas.
Así, pues, Enrique III llevaba en Chartres
una existencia triste y monótona en extremo.
Más de una vez tuvo la idea de regresar a
París, entrar en el Louvre y decir a los pa-
risienses :.
—Aquí estoy. Pjocuremos entendernos.
Era hombre no desprovisto de valor, pero
sus íntimos, como Villiquier, de Epernon y
de O, no dejaban de hacerle observar que la
reina madre se había quedado en París para
arreglar la situación y que el rey lo estropearía
todo regresando precipitadamente.
Tampoco era hombre que careciese de in-
genio y, a veces, sabía burlarse agradablemen-
te de sus enemigos. Lo había probado en di-
versas ocasiones y una vez más, la víspera en
- la catedral.
Aquella mañana el rey se levantó muy con-
tento y antes de hacer entrar al pequeño gru-
po de cortesanos que lo rodeaban, pasó a la
habitación vecina en donde Catalina de 'Mé-
dicis, que había llegado hacía ocho días, le
hizo decir que lo esperaba. E
Enrique había reflexionado gran parte de
la noche, acerca de la respuesta que daría a
los parisienses. Entró alegremente en la ha-
bitación de su madre y, contra su costumbre,
la besó en las dos mejillas, porque Enri-
que III, tan pródigo de pruebas de afecto