uía los brazos extendidos hacia El Rayo, y sus ojos
parecían clavados en el Corsario.
La tripulación en pleno se precipitó a estribor
siguiéndola con la vista; pero nadie hablaba : com-
prendieron que habría sido inútil toda tentativa
para conmover al vengador. E
Mientras tanto, el bote se alejaba. Entre las olas
fosforescentes y en medio de los resplandores que
hacían chispear las aguas destacábase como un
punto perdido en la inmensidad de los mares. Ya
se levantaba a lo álto de crestas espumeantes, ya
desaparecía en los negros abismos, para volver en
seguida a mostrarse, como si le protegiera un Ge-
nio misterioso. Todavía pudo vérsele durante al-
gunos minutos: al cabo desapareció en el tenebro-
so horizonte, envuelto en nubes tan negras como
si fueran de tinta.
Cuando los filibusteros, aterrados, volvieron los
ojos hacia el puente, vieron que el Corsario se
doblegaba sobre sí mismo, se dejaba caer en un
montón de cuerdas y escondía el rostro entre las
manos. Entre los gemidos del viento y el fragor
de las olas, exhalaba a intervalos desgarradores
sollozos.
Carmaux se había acercado a Wan Stiller, y se-
ñalandole el puente de órdenes, le dijo con voz
triste :
—Mira allá arriba: el Corsario Negro llora.
FIN DE «LA VENGANZA»
La continuación de esta obra se titula La rel-
na de los caribes.
222