-HAZAÑAS DE
Los muebles eran de nogal, y las cortinas
de damasco azul.
Un canapé y cuatro sillones estaban co-
locados á lo largo de las paredes.
Sentada en aquél estaba una mujer ancia-
na, vestida de negro, con todo el aspecto de
una artesana de provincia que vive cómo-
damente.
Tenia una tabaquera de plata, llevaba
goñas y en aquel momento leía un perió-
ico.
Parecía la más honrada mujer del mundo.
—¡Trueno de Dios! —exclamó Ventura
sorprendido. —Pareces una señora... tienes
un aspecto verdaderamente distinguido...
Representas perfectamente á la viuda Bri-
sedoux, natural de Bayeux en Normandía,
antigua vendedora de hortalizas y madre
del señor Honorato Brisedoux, tendero en
París.
Al terminar esta pomposa frase, cerró
Ventura la puerta y se sentó junto la víuda
Fipart, que, según hemos visto, habia su-
rido una completa metamorfosis.
XXXIM.—El convenio.
¿De qué modo la viuda Fipart, que hemos
dejado en Glignancourt metida en un Zzaqui-
zami, cubierta de harapos, y sin otros me-
dios de subsistencia que su espueria y su
gancho, se halla en la calle de la Iglesia, y
en el traje en que la vemos?
Vamos á explicarlo en muy pocas pala-
bras.
Cuando Ventura abrió la carta de la con-
desa de Artof al duque de Sallandrera, mer-
ced á lo cual y con ayuda de algunas indi-
caciones de la viuda Fipart, se puso al tanto
de las intrigas de Rocambole, conoció la
absoluta necesidad en que se hallaba de ale-
jar de Glignancourt, y si era posible, se-
cuestrar á la horrible vieja, en provecho
propio.
En efecto, podía suceder que Rocambole
la encontrase y la obligase á confesar dónde
se hallaba Ventura.
Por otra parte, el odio que ésta demos-
traba hacia su hijo adoptivo, era cosa de
mucho valor en las presentes circunstan-
cias, y Ventura adivinó que en un instante
dado necesitaría identificar la persona de su
adversario, y que aun cuando sólo fuese á
los ojos de Chateau-Mailly, la viuda podia
servirle de auxiliar poderoso.
Pensando así, al otro día de su instala-
ción como cochero del duque de Chateau-
—Mailly, pensó Ventura en el Gros Caillou,
como el único barrio de Paris adonde Ro-
cambole no iría á buscar á la vieja, aunque
a creyera viva.
ROCAMBOLE 179
Fijo en esta idea, inmediatamente se de-
dicó á buscar un alojamiento á propósito, y
al cabo de una hora de pesquisas se fijó en
la casa número 5 de la calle de la Iglesia.
Ventura se presentó como un honrado
tendero de comestibles que esperaba á su
madre, resuelta á dejar la vida de provincia
para residir en Paris.
Dos horas más tarde llegaba la viuda Fi-
part, precedida de dos voluminosos cofres,
y tomaba posesión del aposento.
Ventura dió al portero dos duros, y ofre-
ció tres mensuales á su mujer para que sir-
viese en lo necesario á la viuda.
Dados ya estos ligeros detalles, continua-
remos el curso de nuestra historia.
Ventura, como hemos dicho, se había
sentado al lado de la vieja.
—Vamos, mamá Fipart — la preguntó;
—¿qué te parece la vida que llevas?
—Creo que he bebido un trago más—re-
plicó la vieja.
—¡Cómo! ¿Vas á continuar entregada á
la bebida?
—Bebo más que nunca; pero como me
has dicho que debo hacerme respetar, no
tomo más que aguardiente. Ya he tomado
mi café como una marquesa.
—Entonces ¿qué quieres decir con tu tra-
go de más?—preguntó Ventura.
—Quiero decir que cuanto me sucede es
precisamente lo que sueño cuando estoy
alegre.
—¡Ah! Ya entiendo... Crees soñar...
—Eso es.
—Pues bien; muy pronto cambiará las
Cosas.
La vieja abrió sus pequeños Ojos, con mu-
cha curiosidad.
—No sabes, mamá Fipart, lo que se te
viene á las manos como caido del cielo...
—¿Una herencia?
—Casi, casi.
Y como la mujer callaba, agregó Ven-
tura:
—¿Qué te parece este barrio?
—Encantador; está lleno de militares, y
yo tengo pasión por las armas.
—¿Y te agrada esta casa?
—¡Ah!—exclamó la vieja, llena de emo-
ción. —¿Quieres matarme de alegria?
—Oye—exclamó Ventura.—La dueña de
la casa de huéspedes deja su establecimien-
to; voy á comprarlo, y tú lo dirigirás.
—¡Gran Dios! ¡Voy á volverme local!
—Y si dentro de algún tiempo estoy con-
tento de ti, te lo cederé en propiedad abso-
luta.
Estas últimas palabras, en vez de aumen-
tar el júbilo de la vieja, causaron el efecto
contrario.