Full text: Tomo 2 (Bd. 2)

  
  
  
  
202 HAZAÑAS DE 
Por diestramente que Ventura hubiera 
Mevado á cabo su obra, no pudo impedir 
que cayesen sobre el libro algunas gotas de 
agua. Y estas gotas, deslustrando el papel, 
eran perfectamente visibles. 
Hojeando Rocambole el libro, encontró 
dos hojas pegadas, y observó también algu- 
nas manchas en la vitela. 
—¡Me han robado! —exclamó. 
Y cogiendo un cuchillo de marfil, separó 
ambas hojas, y encontró la cuartilla de pa- 
pel blanco en el lugar donde debía estar la 
carta del prelado español. 
—¡Oh!—murmuró.—-Sólo aquel tuno es 
capaz de haber dado este golpe. Ya no hay 
duda: Ventura y el cochero que arrastra la 
pierna son el mismo sujeto. 
- El discipulo de Williams perdió la cabeza 
por algunos momentos, y pensó en correr 
tras de Ventura, aun sin mudar de traje; 
pero recobrando la sangre fria, reflexionó, 
y por la primera vez desde que volviera á 
encontrar á su maestro, no le ocurrió el 
pensamiento de consultar á éste. 
—Son las dos de la noche, y es probable 
que el duque esté durmiendo. Esa cafetera 
caliente, esa cola derretida, son señales se- 
guras de que Ventura acaba de salir de 
aquí... y tal vez no se había marchado aún 
cuando yo entraba... Ahora bien: si el du- 
que posee ya las cartas, es que el bandido 
no ha perdido tiempo. Mas el duque debe 
estar acostado, y Ventura habrá querido 
meditar... Corro al palacio de la plaza de 
Beauvean. 
Rocambole entró en su gabinete de ,ves- 
tir, cambió de ropa, y diez minutos des- 
pués se había transformado en el palafre- 
nero Jobn. : 
—Puesto que yo no he reconocido á Ven- 
tura—se dijo, —es probable que á él le haya 
ocurrido lo propio conmigo. 
Y Rocambole, á fuer de prevenido, se 
metió en los bolsillos de su blusa de cuadra 
un par de pistolas, salió del aposento y se 
dirigió á la plaza de Beauveau. 
XLV.—La sorpresa. 
El palacio de Chateau-Mailly tenía una 
puertecita para los criados, que salian y 
entraban con frecuencia durante la noche. 
Aquella puerta, en lugar de campanilla 
tenía un picaporte, y un mozo de cuadra es- 
taba encargado de abrirla. 
Rocambole llamó y se abrió la puerta. 
Aquel día, luego de haber pinchado con 
el alfiler al caballo árabe, Rocambole había 
salido de la cuadra con el pretexto de ir á 
buscar su equigaje á casa de un tratante en 
ROCAMBOLE 
caballos, calle de las Exclusas de San Mar= 
tin, donde, según dijo, había permanecido 
algunos días. 
—No regresaré hasta la noche—había 
dicho á otro palafrenero, rogándole que le 
reemplazase. 
Así, pues, Rocambole, que había salido 
por la mañana con la intención de no vol- 
ver, halló un pretexto plausible para regre- 
sar en caso necesario. 
Los palafreneros dormían en las caballe- 
rizas en aposentos colocados sobre las cua= 
dras. 
John el palafrenero se encaminó á aquel 
sitio. 
Lo mismo que Ventura; habia visto luz 
en las cuadras, y como aquél oyó ruido de 
vVOCes. 
—Parece—dijo—que el pobre Ibrahim co- 
mienza á sentir la ponzoña. 
Entró y vió que su suposición era funda- 
da, pues se hallaban al lado del noble ani- 
mal un palafrenero, el picador y el co- 
chero. 
Ventura examinaba detenidamente el ca- 
ballo. E 
Rocambole se acercó en silencio, sin que 
nadie echara de ver su presencia. 
Ventura hablaba expresándose en un in- 
fernal chapurrado de Ultramancha, que en- 
tendia el picador solamente, y refería las 
diferentes fases de la indisposición sentida 
por el caballo. 
Ventura acababa de extender la mano 
hacia un punto negro que aquel animal te- 
nía bajo el vientre, en el mismo sitio en que 
le había pinchado Rocambole y que había 
producido casi inmediatamente una hinch 
zón que crecía por momentos. : 
—Es el carbunclo—decía Ventura. 
—El carbunclo—repetía el picador; —¿pe- 
ro de qué manera ha podido adquirir ese 
mal? Todos los caballos están sanos é Ibra-- 
him no ha salido desde hace tres días. 
Ventura frunció el entrecejo y pareció 
muy preocupado. 
- —¿Estáis seguro de los palafreneros?— 
preguntó por último. 
—Muy seguro, menos del nuevo, que ha 
sido recibido hoy. E 
—¿Y del que salió? 
—¡Ah! Ese truhán es capaz de haberse 
querido vengar de que le hayan despedido... 
Pero nadie puede dar más de lo que tiene. 
Para que el palafrenero pegase el carbun- 
clo al caballo, era necesario que él lo pade- 
ciese, 
—Exacto—dijo Ventura, que creyó infa. 
lible este argumento. 
—¿Ha visto el señor duque el caballo? 
—En dos ocasiones durante la noche, 
  
 
	        
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