Full text: Tomo 2 (Bd. 2)

  
  
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—Pues bien, caballero; hablad de una vez. 
—Si alguno me ha robado esos polvos ha 
sido el marqués; si con ellos han envene- 
nado al conde, él ha sido. 
El doctor dijo estas palabras con acento 
de convicción tan profunda, que Bacará 
tembló. 
—Por lo demás, señora — prosiguió el 
doctor, —si vuestro marido está atacado de 
locura que creo... 
—¡0h!—dijo Bacará interrumpiéndole.— 
¡Decidme que le curaréis! 
—¡0s juro que le devolveré la razón, se- 
nora! —contestó el doctor con voz solemne. 
- Y como la condesa diese un grito de ale- 
gria, juntando las manos como para dar las 
gracias al cielo, añadió: 
—Señora condesa, id tranquila y tened fe 
en la Providencia y en los conocimientos 
que pude adquirir para alivio de mis seme- 
jantes. Mañana á medio dia tendré el honor 
de ir á vuestra casa, veré al conde, y exa- 
minaré en qué estado se halla. Luego, si 
realmente existe un gran culpable á quien 
castigar, Dios nos ayudará, señora. 
—Adiós, caballero—exclamó la condesa, 
que salió de allí trastornada y subió á su 
carruaje en unión de Coralina, diciendo: 
—¡No!... ¡No es posible!... Conozco al viz- 
conde de Asmolles, que tiene un gran cora- 
zón y un alma caballeresca, y cuantos están 
unidos á él por los lazos de la sangre deben 
ser igual. ¡Un Chamery no puede ser enve- 
- nenador! 
- —¡Oh! —murmuró Coralina.-—Todo eso 
es tan infernal, que recuerda el satánico ge- 
nio de Williams. 
- Este nombre hizo estremecer á la conde- 
sa, mas á los pocos instantes se dibujó una 
sonrisa en sus labios. 
—¿Estás loca?—dijo. — Williams no exis- 
te, y en todo caso se halla reducido á una 
impotencia eterna... Boulevard Beaumar- 
chais—agregó dirigiéndose al lacayo que 
doblaba el estribo. 
La condesa condujo á Coralina á su casa 
y ella volvió ásu palacio de la calle del Se- 
millero. 
—¡Cómo!—dijo al apearse del carruaje, 
viendo iluminado el salón del entresuelo.— 
¿todavía no se ha acostado el conde? 
- —El señor conde está en cama desde las 
diez—respondió un criado. 
- —Entonces, será el doctor... 
- —No, señora; son un caballero y una se- 
fora, que han pedido con gran interés el 
ver á la señora condesa esta misma noche... 
y —¿Cómo se llaman?—preguntó Bacará 
- llena de admiración. 
—Lo ignoro; mas creo haber visto á ese 
caballero en casa otra vez, 
HAZAÑAS DE ROCAMBOLE 
—¿Y... la mujer? 
—Tiene el semblante cubierto con un es- 
peso velo; pero es alta y parece joven. 
Bacará no escuchó más: subió la escale- 
ra con ligereza, atravesó el vestibulo y en- 
tró en el salón, donde aguardaban Clayet y 
Rebeca. 
LVO.—Bacará y Rebeca. 
Al ruido que hizo la puerta al abrirse, 
Rebeca, que se había levantado el velo, se 
puso de pie, y las dos mujeres se encontra- 
ron frente á frente. 
La condesa dió un grito y retrocedió pe- 
trificada, creyendo verse á sí propia. 
Al ver á aquella mujer, tan semejante á 
ella que creía hallarse delante de un espejo, 
y á aquel hombre que se arrodillaba y pedía 
perdón, la condesa lo comprendió todo. 
—Levantaos, caballero—dijo á Clayet sin 
cólera y sin desdén;—alzad... ahora lo adi- 
vino todo. 
Pero Rolando permaneció de hinojos. 
La condesa midió á Rebeca de pies á ca- 
beza con una mirada altanera. EN 
—¿Quién sois vos? —dijo, —que me habéis 
robado el semblante, la estatura, la expre- 
sión, la voz y hasta el nombre?... ¿Quién 
sois? 
La horizontal soportó la centelleante mi- 
rada de la condesa de Artof, é irguiéndose 
á su vez y oponiendo á la indignada vista 
de su enemiga otra insolente y sin pudor, 
contestó: : 
—/Ah! ¿Queréis saber quién soy, señora? 
—Si—-dijo la condesa con altivez. 
—Pues bien; soy hija de vuestro padre, y 
mi nombre es Rebeca. 
—¡Mi hermana!—exclamó Bacará, cuya 
cólera desapareció de repente. 
Y dijo aquella frase con tanta alma y tan 
profundo acento de piedad, que el corazón 
de bronce de la cortesana se conmovió. 
—¡Mi hermana!—repitió Bacará con un 
impulso de lástima y dominada por un re- 
cuerdo de su infancia.—¡Ah!... Sí... ahora 
caigo... debéis de ser mi hermana... No he 
olvidado que un día, llevándome mi padre 
cogida de la mano, atravesábamos la plaza 
de la Bastilla... Contaba yo tres ó cuatro 
años... Una mujer, que también llevaba una 
niña rubia como yo, se nos acercó entonces, 
y no sé lo que dijo á mi padre; mas recuer- 
do que aquella mujer lloraba... y que mi pa- 
dre la rechazó. E 
—Era mi madre—murmuró Rebeca, cuya 
voz se había alterado, —y aquella niña era 
yo. Triste y desvalida, la hija del amor, la 
infeliz educada en la obscuridad, rechazada 
por todos, recuerda haberos visto pasar co. 
 
	        
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