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—Pues bien, caballero; hablad de una vez.
—Si alguno me ha robado esos polvos ha
sido el marqués; si con ellos han envene-
nado al conde, él ha sido.
El doctor dijo estas palabras con acento
de convicción tan profunda, que Bacará
tembló.
—Por lo demás, señora — prosiguió el
doctor, —si vuestro marido está atacado de
locura que creo...
—¡0h!—dijo Bacará interrumpiéndole.—
¡Decidme que le curaréis!
—¡0s juro que le devolveré la razón, se-
nora! —contestó el doctor con voz solemne.
- Y como la condesa diese un grito de ale-
gria, juntando las manos como para dar las
gracias al cielo, añadió:
—Señora condesa, id tranquila y tened fe
en la Providencia y en los conocimientos
que pude adquirir para alivio de mis seme-
jantes. Mañana á medio dia tendré el honor
de ir á vuestra casa, veré al conde, y exa-
minaré en qué estado se halla. Luego, si
realmente existe un gran culpable á quien
castigar, Dios nos ayudará, señora.
—Adiós, caballero—exclamó la condesa,
que salió de allí trastornada y subió á su
carruaje en unión de Coralina, diciendo:
—¡No!... ¡No es posible!... Conozco al viz-
conde de Asmolles, que tiene un gran cora-
zón y un alma caballeresca, y cuantos están
unidos á él por los lazos de la sangre deben
ser igual. ¡Un Chamery no puede ser enve-
- nenador!
- —¡Oh! —murmuró Coralina.-—Todo eso
es tan infernal, que recuerda el satánico ge-
nio de Williams.
- Este nombre hizo estremecer á la conde-
sa, mas á los pocos instantes se dibujó una
sonrisa en sus labios.
—¿Estás loca?—dijo. — Williams no exis-
te, y en todo caso se halla reducido á una
impotencia eterna... Boulevard Beaumar-
chais—agregó dirigiéndose al lacayo que
doblaba el estribo.
La condesa condujo á Coralina á su casa
y ella volvió ásu palacio de la calle del Se-
millero.
—¡Cómo!—dijo al apearse del carruaje,
viendo iluminado el salón del entresuelo.—
¿todavía no se ha acostado el conde?
- —El señor conde está en cama desde las
diez—respondió un criado.
- —Entonces, será el doctor...
- —No, señora; son un caballero y una se-
fora, que han pedido con gran interés el
ver á la señora condesa esta misma noche...
y —¿Cómo se llaman?—preguntó Bacará
- llena de admiración.
—Lo ignoro; mas creo haber visto á ese
caballero en casa otra vez,
HAZAÑAS DE ROCAMBOLE
—¿Y... la mujer?
—Tiene el semblante cubierto con un es-
peso velo; pero es alta y parece joven.
Bacará no escuchó más: subió la escale-
ra con ligereza, atravesó el vestibulo y en-
tró en el salón, donde aguardaban Clayet y
Rebeca.
LVO.—Bacará y Rebeca.
Al ruido que hizo la puerta al abrirse,
Rebeca, que se había levantado el velo, se
puso de pie, y las dos mujeres se encontra-
ron frente á frente.
La condesa dió un grito y retrocedió pe-
trificada, creyendo verse á sí propia.
Al ver á aquella mujer, tan semejante á
ella que creía hallarse delante de un espejo,
y á aquel hombre que se arrodillaba y pedía
perdón, la condesa lo comprendió todo.
—Levantaos, caballero—dijo á Clayet sin
cólera y sin desdén;—alzad... ahora lo adi-
vino todo.
Pero Rolando permaneció de hinojos.
La condesa midió á Rebeca de pies á ca-
beza con una mirada altanera. EN
—¿Quién sois vos? —dijo, —que me habéis
robado el semblante, la estatura, la expre-
sión, la voz y hasta el nombre?... ¿Quién
sois?
La horizontal soportó la centelleante mi-
rada de la condesa de Artof, é irguiéndose
á su vez y oponiendo á la indignada vista
de su enemiga otra insolente y sin pudor,
contestó: :
—/Ah! ¿Queréis saber quién soy, señora?
—Si—-dijo la condesa con altivez.
—Pues bien; soy hija de vuestro padre, y
mi nombre es Rebeca.
—¡Mi hermana!—exclamó Bacará, cuya
cólera desapareció de repente.
Y dijo aquella frase con tanta alma y tan
profundo acento de piedad, que el corazón
de bronce de la cortesana se conmovió.
—¡Mi hermana!—repitió Bacará con un
impulso de lástima y dominada por un re-
cuerdo de su infancia.—¡Ah!... Sí... ahora
caigo... debéis de ser mi hermana... No he
olvidado que un día, llevándome mi padre
cogida de la mano, atravesábamos la plaza
de la Bastilla... Contaba yo tres ó cuatro
años... Una mujer, que también llevaba una
niña rubia como yo, se nos acercó entonces,
y no sé lo que dijo á mi padre; mas recuer-
do que aquella mujer lloraba... y que mi pa-
dre la rechazó. E
—Era mi madre—murmuró Rebeca, cuya
voz se había alterado, —y aquella niña era
yo. Triste y desvalida, la hija del amor, la
infeliz educada en la obscuridad, rechazada
por todos, recuerda haberos visto pasar co.