BAZAÑAS DE
—¡Vos! —dijo ella con admiración.
—Sin duda.
—¿Luego tenéis secretos?
— Y extraordinarios.
—Bien—dijo la joven, —mas deben serme
extraños.
—0Os engañáis.
—¿Qué pueden tener de común conmigo
vuestros secretos? —preguntó Concepción. —
YO NO OS CONOZCO... ES
—Es cierto, y sin embargo, nos hemos
visto muchas veces en sociedad en París.
—¡Ah!—exclamó Concepción en tono de
duda.
—He conocido — prosiguió el cadete—á
muchos amigos vuestros, y algunos íntimos.
- Concepción se estremeció de nuevo.
—¿De veras?—dijo.
— Hasta puedo deciros una parte de vues-
tra historia.
. —¿Pues quién sois? — preguntó la joven
inquieta.
-—Hermosa señora—contestó el cadete, —
pensad que estamos en un baile de másca-
ras, y que al embromaros uso del derecho
que me concede el antifaz.
—¿Luego, no me diréis quién sois?
—No; pero en cambio os diré muchas co-
Sas que ignoráis, luego de haberos recorda-
do otra multitud que ya sabéis. Por ejem-
plo, sé cómo murió don José Alvar, vuestro
primo.
Concepción ahogó un grito y palideció
ajo su máscara.
-- —8Sé de qué falleció
—Mailly.
—¡Chateau- Mailly también! —dijo Con-
cepción, á quien Rocambole ocultó la muer-
te del duque. E
—Si, murió el mismo día que partisteis de
Paris para el Franco-Condado.
—¿Pero quién sois —interrogó Concepción
pesos de una especie de espanto, —que sa-
éis tantas cosas?
—Mi uniforme os lo dice, señora; soy un
cadete de guardias de su majestad el empe-
rador de Rusia.
—Eso no me dice vuestro nombre.
—Me llamo Artof.
—¡Artof! —dijo Concepción.
—Un nombre que también os es conoci-
o. Soy pariente muy cercano de ese infeliz
conde de Artof, que, según dicen, ha sido
engañado por su mujer... debeis saber esto.
—Si, sí; efectivamente.
—Volvióse loco al cruzar la espada con
- Bú adversario Rolando de Clayet.
-.—5S6 todo eso, caballero-—repuso Concep-
el duque de Chateau-
ción.
¿Y sin duda habéis sabido todos esos de-
talles de boca de la condesa?
ROCAMBOLE
—Algunos si; mas no todos.
El cadete observó que el nombre de la
condesa había causado á la joven un efecto
desagradable.
—Señora—la dijo, —¿me permitis deciros
una cosa que ignoráis?
—Como queráis — respondió Concepción
con marcado acento de indiferencia.
—¿Queréis admitir mi brazo?
—No hallo inconveniente. ¿Adónde me
lleváis? y
—A los jardines.
—¿Con qué objeto?
—Para presentaros una persona á quien
conocéis, y cuya presencia en Cádiz no sos-
pecháis siquiera.
—En verdad que estáis misterioso — ob-
servó Concepción impaciente.
—¿No os he dicho, señora, que conozco
uua parte de vuestros secretos?
—¡Oh!—dijo con un gesto de duda.
—Mirad: ayer escribisteis á vuestro futu-
ro el marqués de Chamery. :
La joven ahogó un grito, su corazón la-
tió con fuerza y su mano tembló sobre el
brazo del cadete de guardias; mas dejóse
conducir sin oponer resistencia, cediendo á
una fascinación extraña. y
Por un instante le asaltó una extraña
idea; sintió un acceso de loca esperanza,
creyó que la persona amiga que iban á pre-
sentarle era él... el marqués de Chamery,
que muy pronto iba á ser su marido,
El cadete la condujo hacia una escalerá
de marmol que bajaba al jardín, y siguió di-
ciendo:
—No creáis que el móvil de mi conducta
la origine el deseo de embromaros. Obedez-
co á más graves intereses.
—En ese caso, explicaos, caballero—dijo
la joven, dominada por una impaciencia
creciente.
—Más tarde será. Venid.
El cadete llevó á Concepción por una ca-
lle de árboles en donde había pocas másca-
ras, y al fin dela cual se hallaba un pabe-
llón rodeado de verdura.
Este pabellón tenía un piso, compuesto de
una sola habitación, vagamente iluminada
por el resplandor de una lámpara de ala-
bastro suspendida del techo.
El cadete empujó la puerta, que estaba
entreabierta, é hizo entrar á la duquesita.
Esta vió sentada en un confidente 4 una
mujer vestida de gitana y cuidadosamente
enmascarada, que seguramente tenía noti-
cia de la llegada de Concepción, pues al
verla se levantó y la dirigió un saludo.
Concepción, que iba de una en otra sor-
presa, la contempló con ávida curiosidad; el
cadete cerró la puerta y echó el cerrojo.