Full text: Tomo 2 (Bd. 2)

BAZAÑAS DE 
—¡Vos! —dijo ella con admiración. 
—Sin duda. 
—¿Luego tenéis secretos? 
— Y extraordinarios. 
—Bien—dijo la joven, —mas deben serme 
extraños. 
—0Os engañáis. 
—¿Qué pueden tener de común conmigo 
vuestros secretos? —preguntó Concepción. — 
YO NO OS CONOZCO... ES 
—Es cierto, y sin embargo, nos hemos 
visto muchas veces en sociedad en París. 
—¡Ah!—exclamó Concepción en tono de 
duda. 
—He conocido — prosiguió el cadete—á 
muchos amigos vuestros, y algunos íntimos. 
- Concepción se estremeció de nuevo. 
—¿De veras?—dijo. 
— Hasta puedo deciros una parte de vues- 
tra historia. 
. —¿Pues quién sois? — preguntó la joven 
inquieta. 
-—Hermosa señora—contestó el cadete, — 
pensad que estamos en un baile de másca- 
ras, y que al embromaros uso del derecho 
que me concede el antifaz. 
—¿Luego, no me diréis quién sois? 
—No; pero en cambio os diré muchas co- 
Sas que ignoráis, luego de haberos recorda- 
do otra multitud que ya sabéis. Por ejem- 
plo, sé cómo murió don José Alvar, vuestro 
primo. 
Concepción ahogó un grito y palideció 
ajo su máscara. 
-- —8Sé de qué falleció 
—Mailly. 
—¡Chateau- Mailly también! —dijo Con- 
cepción, á quien Rocambole ocultó la muer- 
te del duque. E 
—Si, murió el mismo día que partisteis de 
Paris para el Franco-Condado. 
—¿Pero quién sois —interrogó Concepción 
pesos de una especie de espanto, —que sa- 
éis tantas cosas? 
—Mi uniforme os lo dice, señora; soy un 
cadete de guardias de su majestad el empe- 
rador de Rusia. 
—Eso no me dice vuestro nombre. 
—Me llamo Artof. 
—¡Artof! —dijo Concepción. 
—Un nombre que también os es conoci- 
o. Soy pariente muy cercano de ese infeliz 
conde de Artof, que, según dicen, ha sido 
engañado por su mujer... debeis saber esto. 
—Si, sí; efectivamente. 
—Volvióse loco al cruzar la espada con 
- Bú adversario Rolando de Clayet. 
-.—5S6 todo eso, caballero-—repuso Concep- 
el duque de Chateau- 
ción. 
¿Y sin duda habéis sabido todos esos de- 
talles de boca de la condesa? 
ROCAMBOLE 
—Algunos si; mas no todos. 
El cadete observó que el nombre de la 
condesa había causado á la joven un efecto 
desagradable. 
—Señora—la dijo, —¿me permitis deciros 
una cosa que ignoráis? 
—Como queráis — respondió Concepción 
con marcado acento de indiferencia. 
—¿Queréis admitir mi brazo? 
—No hallo inconveniente. ¿Adónde me 
lleváis? y 
—A los jardines. 
—¿Con qué objeto? 
—Para presentaros una persona á quien 
conocéis, y cuya presencia en Cádiz no sos- 
pecháis siquiera. 
—En verdad que estáis misterioso — ob- 
servó Concepción impaciente. 
—¿No os he dicho, señora, que conozco 
uua parte de vuestros secretos? 
—¡Oh!—dijo con un gesto de duda. 
—Mirad: ayer escribisteis á vuestro futu- 
ro el marqués de Chamery. : 
La joven ahogó un grito, su corazón la- 
tió con fuerza y su mano tembló sobre el 
brazo del cadete de guardias; mas dejóse 
conducir sin oponer resistencia, cediendo á 
una fascinación extraña. y 
Por un instante le asaltó una extraña 
idea; sintió un acceso de loca esperanza, 
creyó que la persona amiga que iban á pre- 
sentarle era él... el marqués de Chamery, 
que muy pronto iba á ser su marido, 
El cadete la condujo hacia una escalerá 
de marmol que bajaba al jardín, y siguió di- 
ciendo: 
—No creáis que el móvil de mi conducta 
la origine el deseo de embromaros. Obedez- 
co á más graves intereses. 
—En ese caso, explicaos, caballero—dijo 
la joven, dominada por una impaciencia 
creciente. 
—Más tarde será. Venid. 
El cadete llevó á Concepción por una ca- 
lle de árboles en donde había pocas másca- 
ras, y al fin dela cual se hallaba un pabe- 
llón rodeado de verdura. 
Este pabellón tenía un piso, compuesto de 
una sola habitación, vagamente iluminada 
por el resplandor de una lámpara de ala- 
bastro suspendida del techo. 
El cadete empujó la puerta, que estaba 
entreabierta, é hizo entrar á la duquesita. 
Esta vió sentada en un confidente 4 una 
mujer vestida de gitana y cuidadosamente 
enmascarada, que seguramente tenía noti- 
cia de la llegada de Concepción, pues al 
verla se levantó y la dirigió un saludo. 
Concepción, que iba de una en otra sor- 
presa, la contempló con ávida curiosidad; el 
cadete cerró la puerta y echó el cerrojo. 
 
	        
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