HAZAÑAS DE ROCAMBOLE '
sombrero tenia 1a forma octógona del chas-
kás polaco.
De los cuatro lacayos que acompañaban
á aquel personaje, tres sólo hablaban el ru-
so, el polaco y el alemán: el cuarto poseía
los idiomas occidentales, esto es, el francés,
el inglés y el español, y él fué quien expuso
al fondista de Los Reyes Magos los títulos
y cualidades de su señor. .
-— El personaje de la polonesa y los cabellos
- rubios era un gran señor polaco, el barón
Wenceslao Polaski, dueño de muchas le-
guas cuadradas en la Pomerania, viudo y
sin hijos, misántropo en alto grado, que llo-
raba constantemente á su mujer, muerta
veinte años hacia, y viajaba por Europa
con la esperanza de olvidar á la difunta.
Interín que el fondista, liando un cigarri-
Mo, oia el relato del lacayo, la señora Pepi-
ta, su mujer, conducía pomposamente al
huesped al aposento más hermoso de la fon-
da. Hallábase ésta situada en una plaza cer-
- ca del muelle, y desde las ventanas de las
habitaciones del barón Wenceslao Polaski
se veía el Océano.
El noble extranjero abrió una de aquellas
ventanas interin sus criados subían el equi-
paje, y echándose de pechos sobre la ba-
randilla del balcón, paseó á su alrededor
una mirada investigadora.
Aun no había anochecido, y los postreros
rayos del sol poniente se reflejaban sobre el
mar. El barón hizo una seña, y uno de sus
criados le presentó un anteojo de larga vis-
ta, que el noble polaco tomó flemáticamen-
te, y graduándolo con calma, se puso á exa-
minar el puerto y la bahía.
A la izquierda vió un gran edificio con
azotea, y el barón, que seguramente cono-
cía la ciudad, reconoció el palacio del go-
bernador. : :
Más allá de este edificio y bañando sus
Cimientos en las aguas del mar, se veía un
extenso y triste edificio, de paredes obscu-
ras llenas de espesas rejas, que era el pre-
—sidio, más lejos aún, pero á la derecha y
sobre una colina, una lance y risueña quin-
ta, cercada de granados y limoneros.
El gran señor polaco dirigió su anteojo á
la quinta y la examinó atentamente; en se-
- guida se volvió hacia aquel de sus criados
que le servía de intérprete y le dijo algunas
palabras en inglés. ,
-Ellacayo abandonó la estancia; pero re-
gresó inmediatamente acompañado del due-
ño de la fonda, á quien dijo:
—El señor barón quiere saber á quién
pertenece aquella casa de recreo que se ve
- allá en la orilla del mar.
—Al señor arzobispo de Granada—res-
a pondió el fondista.
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El extranjero escuchó la traducción de
estas palabras, hecha por su criado, y res-
pondió con un gesto de aprobación,
El fondista continuó:
—Esa quinta está habitada en la actuali-
dad por dos señoras emparentadas con su
excelencia: la duquesa de Sallandrera y su
hija.
El barón hizo otro ademán igual al an-
terior.
Esto era cuanto deseaba saber.
Después tomó un lápiz, sacó del bolsillo
una tarjeta con escudo de armas y su nom-
bre, y escribió al pie el de la fonda donde se
había instalado.
En seguida abrió una voluminosa cartera
atestada de letras de cambio y billetes de
Banco, y sacó una carta dirigida á don Pe-
dro C... capitán del puerto de Cádiz.
El barón dió aquella carta al fondista, y
el lacayo intérprete dijo al mismo tiempo:
— Monseñor desea que envien esta carta
y su tarjeta al capitán del puerto, de parte
del general $... residente en París.
El fondista se inclinó, tomó ambas cosas
y desapareció.
El barón se abrochó la polonesa, se puso
el sombrero, encendió un cigarro habano
que sacó de una petaca de piel de Rusia y
salió de la habitación con las manos meti-
das en los bolsillos.
Cuando cruzaba el patio de la fonda diri-
giéndose á la puerta, un hombre de treinta
años, en cuyo brazo se apoyaba una señora
joven y bella, pasó junto á él. -
Era ya de noche y el barón sólo pudo dis-
tinguir muy imperfectamente las facciones
de la pareja: mas, no obstante, se estreme-
ció, volviéndose rápidamente.
La pareja continuó andando y subió la
escalera sin preocuparse del polaco.
Este salió de la fonda, dió dos paseos por
la plaza, bajó al puerto y volvió una hora
después.
El barón había encomendado que le sir-
viesen en su habitación.
Senióse á la mesa, cenó con buen apetito,
y se hallaba saboreando una copa de exce-
lente Jerez, cuando se presentó el fondista
llevando en las manos un voluminoso regís-
tro.
Aquel registro era el dedicado á contener
los nombres de cuantos viajeros se re ap
ban en la fonda y mostraban el deseo de es-
tampar allí de su puño y letra sus nombres
y el de su país.
El barón miró al fondista primero,
gistro después y aparentó no entender lo
al re-
que de él se pretendia.
El honrado español le puso el registro
delante y dijo algunas valabras al criado;