96 T. F. DE ISASSI
Todo lo comprendió. El tío no se en-
gañaba; iban a darle la puntilla.
Se dirigió al grupo conteniendo, a duras
penas, la cólera. Su actitud era tan hosca,
tan hostil, que las mujeres interrumpieron
sus cuchicheos y mascullaron atropellada-
mente una presentación.
El sacerdote era español. Tendría trein-
ta años. Llevaba sobre los hombros, con
desenvoltura, una capa flamante, que de-
jaba ver por completo la sotana y una an-
cha banda de seda negra. Tenía amplia
la frente, claros los ojos, palidísimo el cu-
tis, sensuales los labios. Toda su persona,
todas sus actitudes, respiraban suficien-
cia, hipocresía, afeminamiento. Al hablar
bajaba los ojos. Al reir apretaba 'los la-
bios. Tenía manos blancas, mórbidas y her-
mosas como manos de mujer. Su pelo era
castaño claro, casi rubio. Su voz era ex-
tremadamente dulce.
Elena lo contemplaba con arrobamiento.
Sintiendo la fascinación inconsciente que
despierta en la mujer fanática el fraile buen
mozo. anal :
Andrés lo notó y su cólera subió de punto.
—Pase, pues, padrecito—dijo doña Cata-
lina.—Yo me adelantaré para prevenir a
mi esposo. E a
. —Este señor no entra a la recámara de
mi tío—dijo Andrés con voz sorda.
—¿Cómo que no entra? —exclamó doña
Catalina. - E : :
—Pues no, señora, no entra—repitió sor-
damente Andrés. o
— |Cómo que no! Soy el ama de la casa.
—Sí, señora, pero no de las conciencias,