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La confesión pronto acabó. Aquel hom-
bre, que era tratado como un ajusticiado,
había sido bueno. Había sido un luchador
humilde. No podía vanagloriarse de nin-
gún acto heroico, pero tampoco podía
echarse en cara ninguna mala acción. Su
vida había sido un esfuerzo constante ha-
cia el bien. Llegaba a la muerte sin un
solo. remordimiento. Salía de la: vida de--
jando, tras de sí, una familia honrada, un
honesto hogar.
El sacerdote se despidió. El moribundo
- movió la boca, pero ya no pudo formular
ningún sonido. La agonía empezó. La pun-
tilla había sido certera. El crimen estaba
consumado.
Al salir de la pieza la Mosigata más]
frescachona lo esperaba.
—¿Se confesó, padrecito ? —preguntó.
—SÍí, hija mía, sí. Casos más difíciles he
- tenido y he salido avante—añadió con su-
ficiencia.
—¿Y cómo lo ve usted? ¿Muy grave,
verdad ?
—Sí, hijita, no "para el día.
21Córo, tan malo estál Dios mío, y.
sus hijos Pedro y José que no llegarán
hasta la noche. El médico no creía que
esto fuera tan pronto, mañana iba a haber
Una nta
Se dirigieron hacia la sala. El padre a
a despedirse. La solterona dijo:
—Pase, pase un momento, padrecito. Le
vey a traer una copita. :
El padre entró. Elena que estaba todavía
at iba al als, pero la tía le dijo:
»