a
y resistir con temeridad al indígena, les impone las de
construir y edificar cuarteles, reparar fortines, arar y
cultivar la tierra, ayudar al intrépido hacendado que,
con igual valor de los guerreros, cuidaba sus ganados
en esos campos inmensos, solitarios, en los cuales sólo
el alarido del salvaje interrumpía el silencio de la na-
turaleza dormida; y exhorta, ordena, y vigila el estudio
constante de todas las asignaturas relacionadas con el
arte de la guerra, a los jefes y oficialidad de su ejército.
Inicia, por lo tanto, sus funciones con gusto rele-
vante, con decisiones de inflexible justicia, razón inexo-
rable, gracia de las gentes, excelencias de primero,
prefiriendo los empeños plausibles en esa vida militar
de frontera, la del verdadero soldado que nunca, ja-
más existió con mayores sinsabores y sacrificios en tie-
rra alguna.
¡Oh! la vida azarosa de frontera antes de 1872, en
aquellos páramos inmensos, solitarios, ensangrentados
ferozmente por victimarios de similitud insospechable
a los ranquelinos, le sería irresistible a todo varón fuer-
te en los tiempos actuales. Ni los soldados de los gran-
des capitanes del universo, como los de Alejandro,
Escipión, Marcelo, César, Pompeyo, Aníbal, Napoleón,
Weéllington, Moltke, etc., habrán visto esa vida del
soldado argentino en ambientes tan mortíferos y con-
tinuamente atacado por bárbaros, como el indio ran-
quelino, que invadía a menudo los recintos de civiliza-
ción, y no de paso, como alanos, hunos, godos, visigo-
dos, etc:
Sin embargo, la patria no ha premiado ni con un
modesto recuerdo, ni con un sencillísimo monumento,
levantado ahí mismo donde se ejecutaron tan sublimes
acciones, en la culta y bella Río Cuarto, a los abnega-