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480 | o JUAN A. MATEOS
maneció desmayada hasta que su amiga Clara, ese ángel de resig-
nación, la despertó para decirle que aún no era llegada la última
hora. :
Guadalupe salió del sopor que la embargaba, limpió sus pupilas
y se dirigió al cielo en una súplica ferviente.
Pasaron así dos días en la ansiedad y el desvelo, sin alcanzar
una sola ráfaga de esperanza.
p II.
'a hemos dicho que era el 18 de Junio cuando las Hermanas se
recogían entre las sombras del aposento á orar por el infeliz sen-
tenciado.
—¡Señor! decía Guadalupe fijando su mirada cubierta por las lá-
-grimas en la imágen del Redentor, ¡tú has probado el amargo cá-
liz del sufrimiento, hás caminado al patíbulo con la frente ensan-
grentada y el corazón despedazado al recordar la angustia de una
madre!... ¡á tí te alentaba el espíritu divino, estabas fuéra de las
miserias humanas, y sin embargo, lloraste, y tu sudor de sangre
empapó la tierra!... ¡Duélete de quien va á morir también al grito
desesperado de un pueblo!... ¡Compadécete de esa alma atribúlada
que va á desatar sus lazos con el mundo!... ¡Señor! ¡Señor! uno solo
de los rayos apacibles de tu misericordia.... una palabra de per-
dón!...
La joven golpeaba su frente sobre las baldosas del aposento, y
pu
lloraba sin cesar.
Clara murmuraba aquella sombría y aterradora oración, á cuyas
frases el corazón se paraliza y el alma se acerca á Dios sintiendo
en todo su sér el aliento majestuoso del Creador del universo, ese
Ss
pavor solemne, ese respeto profundo, esa íntima conmoción que
¿debe sobrecoger el espíritu en la hora en que debe comparecer ante
el tribunal de Dios.!...
«Sal, alma cristiana, de este mundo, en el nombre de Dios Pa-
dre, etc.»
¡Desde aquel aposento se rodeaba el espíritu del reo del incienso
y oraciones que lo acompañarían en su tránsito á la vida eterna!
III.
Unos toquidos dados á la puerta, sacaron de su contemplación
á las jóvenes.
Guadalupe, con aquel instinto de las mujeres celosas, reconociu
á la princesa Salm Salm.
Le dió un vuelco el corazón y se despertó á la agitada vida del
mundo.
—¿Qué queréis, señora?
—El último sacrificio; es necesario que este papel llegue á las
manos del emperador: Guadalupe, en nombre del cielo, haced que
se le entregue.
-——Me es imposible, señora, estoy á punto de ser descubierta por
mi hermano.
—¿Qué importa, si salváis á un hombre cuya vida nos es tan
cara?
Guadalupe se estremeció de celos.
—Señora, prosiguió la princesa, si mi existencia pudiera darse
á trueque de la suya, derramaría hasta la última gota de mi sangre.
-—Esto es demasiado, murmuraba Guadalupe. 2
—Vuestro hermano ha permanecido inexorable á mis ruegos; id
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