Full text: El Cerro de las Campanas

     
  
    
   
   
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
    
  
  
   
  
  
  
  
  
   
  
  
  
  
   
    
       
     
  
     
  
JUAN A. MATEOS 
  
CAPITULO OCTAVO. 
Un alojado. 
Í. 
La señora de Fajardo no pudo comprender el motivo de la emo: 
ción de su hija, en todo pensaba menos en la verdadera causa. 
El diplomático estaba contentísimo, sus ilusiones, como él decía, 
estaban realizadas, y solo faltaba que sus ambiciones quedaran 
satisfechas. 
El ayuntamiento comenzó á emitir boletas de alojamiento, esta 
fué la contribución forzosa impuesta por los invasores, como el 
primer síntoma de su política de opresión. 
El entusiasmo de los intervencionistas rayaba en locura, tcdos 
se soñaban en la corte de Francia y en las intrigas de Versalles, 
sin sospechar que pudiera sucederles algo, como en la célebre co- 
media de Llueven bofetones. 
—Yo necesito, señor de Fajardo, decía la rubicunda de doña Ca- 
nuta, que se me proporcione un alojado, lo necesito de toda nect- 
sidad. 
--—Bien, reflexionó el diplomático, por algo se empieza; de esd 
manera me pondré en contacto con el ejército intervencionista, 
tendré acceso á sus tertulias, y mi genio diplomático me abrirá 
las puertas del porvenir. 
—Yo no quiero esperar un día más, porque nos tocará lo pect: 
del ejército; necesitamos unos generales ó cuando menos corone- 
les, de ese grado no rebajo un ápice. En la casa hay bastantes 
piezas, y si no los alojaría en la nuestra. 
—Después que la hayámos desocupado, dijo el diplomático. 
—Se entiende, respondió doña Canuta. Yo prepararé un alcja- 
miento de rey. A tus oficiales los pondré al servicio de nuestroS 
huéspedes, aunque ese Manuel Estrada á quien le falta un miemb 
de la boca, me parece altamente inconducente. E 
—Ese hombre es muy vivo, es mi secretario, y no consentiré ¡4 
más en que se le improvise de lacayo ó mozo de cordel. Un diplo- 
mático debe tener una oficina doméstica y un secretario. 
—No está mal pensado, observó doña Canuta, nos servirá á 108% : 
dos, tú tienes muchas ocupaciones y yo tengo que arreglar vari0%. 
asuntos. 
—¿Y como sigue nuestra hija? preguntó Fajardo. 
—Hoy se ha ido, respondió doña Canuta, á pasar el día con su 
amiga Clara. E 
—Es necesario que se divague mi Luz, su belleza realzará un 1 
corte donde tantos hombres acuden á presentarse. Anoche Mm? 
han corrido un desaire horrible, pasé á visitar al señor Dubois ] 
Saligny que casualmente tenía un tó6. Un infernal me tomó per 
/ repostero, y con voz gruñona me dijo: 
— Ya hacéis falta, ¿dónde están vuestros pásteles ? e 
—¿ Qué pasteles? le contesté; al principio creía que era aus 
á los pasteles diplomáticos; pero después me convencí de ta re 
lidad. a 
—Caballero, le dije, yo no tengo trazas de vendedor de empadl 
das, soy el caballero Modesto Fajardo. E al 
El francés se encogió de hombros, y me dijo, — perdone ust y 
A
	        
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