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LA GONQUISfA DEL PERU. 59
que inflama los dias, los que jamás seremos 1n-
gratos á sus beneficios. Yo, en nombre del Sol os
lo demando, Peruanos, que antes que le veamos *
amenazarnos con sus iras entre tinieblas, antes
que dejarle de adorar, si no os cautivan la razon,
hundámonos bajo las ruinas del imperio.
Violentos gritos por todas partes prestaban los
juramentos que Vericochas exijia, y Almagro le-
vantaba sus palmas al Dios verdadero porque sa-
cara aquellas almas de la idolatría.
—Yo, como vuestro monarca, esclamó Huascar,
contestaré en cuanto á nuestra libertad politica, y
el pueblo y los sacerdotes quizá aprobarán mi
voto. Lejos de mí la ambicion del mando, jamás
por sostener mi trono seria perjuro á mi patria.
Nuestras leyes políticas han labrado la felicidad
de nuestros mayores, en nuestras leyes está cifra-
da nuestra vent y si pudiéramos lanzar á Jos
mares ú los venidos del Oriente, nuestra sangre
regaria el árbol de nuestra folividad. Mi voto es el
de la guerra : para ser desdichados no lloremos
las miserias de la patria, la tumba nos ofrece
mansion tranquila...
— No, Iluascar, le interrumpió Almagro, no
te dejes arrebatar del valor y del entusiasmo. Yo
os lo juro otra vez, nosotros haremos vuestra
ventura, no queremos esclavos, queremos herma-=
nos, queremos ser felices con vosotros. Corred un
velo diamantino sobre lo pasado, confiad en mis
juramentos.
Un anciano consegero alzó la voz y dijo: la
paz ó la guerra deciden de la suerte del imperio;
retirándose el enviado podremos con mas libertad
y acierto decidir la suerte de nuestra patria. —
Coya, que en medio del consejo no podia ocultar
el amor que en su pecho ardia, ni la inquietud
que devoraba su alma al recordar la lúgubre
noche que abandonando el culto del Sol recibió
las aguas del bautismo, se apresuró á invitar 4 |
Almagro á que fuese á descansar á su palacio, en
cuanto el consejo deliberaba. El noble guerrero
que si bien anhelaba las paces llevado de su cora-
zon sens:ble, el amor de Coya, la ventura de mi-
rarla, de hablarla un instante, le habia llevado á
Cuzco, vió llegado el momento por que ansiaba
su corazon, y el júbilo y la sonrisa brillaban en
su rostro, Empero esclamó presuroso, ¿y mis
tiernos compañeros que fuerón vencidos por
vuestras armas, viven aun, bendicen vuestras
virtudes, puedo estrecharlos entre mis brazos?
—Sí, Almagro, respondió Huascar, en el eger-
cicio de su culto, tratados con la dignidad de
hombres, ni han sido condenados á la dura argo-
lla de esclavos, ni el puñal, ni las hogueras los
han arrancado de la creencia de Jesus para ado-
rar al Dios del dia. — ¡Oh almas sublimes! Yo
os juro de nuevo mi amor; mi espada será el
baluarte de vuestra libertad; Jesucristo ¡lumina-
rá vuestra razon, y tal vez un dia bendecireis á
los venidos del Oriente, dijo Almagro, y seguido
de Coya y de un pueblo numeroso, salió del se—
nado para abandonarse á las caricias del amor
mas puro.
Coya, descendiente de los Incas, hija del Sol, y
princesa del imperio, tenia un sencillo palacio
adornado con vistosas plumas de mil colores, con
techumbres y pavimentos de mármoles y de oro.
Allí conducido Almagro, inflamado su pecho de
amor, ardiendo sus miradas en las miradas de
Coya, sin mas testigos que lucidos acompaña-
mientos que cubrian las lejanás puertas y los ám-
bitos de los salones, como arrebatado de un tor-
rente, de un huracan, se arrojó á los piés de
Coya, al tiempo que Coya humedecia con su
llanto á su noble y generoso amador.
— ¡Oh deidad sublime! la decia; ese llanto de
piedad aun publica tu amor, aun tú me amas? —
¡Ingrato ! — No, Coya, yo te amo tanto como al
ambiente de la mañana, tanto como al furgor de
la aurora, tanto como 4 mi Dios. Un ¡llanto invo-
luntario brotaba por las megillas de los dos
amantes, y profundos sollozos interrumpian sus
palabras. — ¡Oh Almagro! recuerda aquella.
noche solitaria, aquel arroyo cristalino en que
abandoné el culto de mis mayores, en que fuí
perjura á mi Dios recibiendo las aguas del bau-
tismo... Yo adoré á Jesus, no porque le conocie-
ra, sino porque era el Dios de mi Almagro; mi
crímen ha quedado en lo profundo de mi pecho
sepultado entre tinieblas y en eterno misterio ;
pero al postrarme ante las aras del Sol, negros
remordimientos han despedazado mi alma y solo
la memoria de Almagro me consolaba en mis de-
lirios... Ingrato, y Vélver ás al campo de los
tuyos, y desolarás la patria de tu Coya, y tal vez
sentado sobre mi sepulcro ni una lágrima, ni un
suspiro te merecerá mi memoria! —¡ Ay, Coya !
ta nombre repitiendo, adorando tu nombre, ben=
diciendo tu hermosura, dando mil lágrimas 4 tu
memoria, he visto cien veces sepultarse el Sol en
los abismos de la tierra, y le he visto otras tantás
nacer de las simas de los mares. La esperanza de
verte, de hablarte, de jurarte mi amor, ha soste=
nido mi existencia y me ha hecho invencible en
los combates. — Y tal vez ya te preparas 4 ea
el adios postrimero. — Yo te buscaré entre las.
cerradas selvas, entre las flechas de tus guerre
ros, en los desconocidos mares,