A "EMILIO GABORIAU
XXIX
Tal era la impaciencia que devoraba al
señor Courtomieu de apoderarse de Lache-
neur, que a pesar de ser la hora de comer,
no había abandonado aún la ciudadela. Es-
condido a la entrada del tenebroso pasillo
que conducía al calabozo de Chanlonineau,
acechaba la salida de María Ana. Al verla
pasar con paso rápido y enérgico, dudó de
la sinceridad de la promesa de Chanloni-
neau. :
—;¡ Se habrá burlado de mí ese 1iserable
aldeano !—pensó.
Y en la duda, se lanzó tras de la joven,
resuelto a interrogarla, a arrancarle la ver-
dad, y si preciso fuera hasta prenderla.
Pero sus piernas ya no tenían la agilidad
de los veinte años. Cuando llegó al puesto
de guardia de la ciudadela, el centinela le
contestó que la hija de Lacheneur acababa
de pasar el puente levadizo. El también
lo atravesó, miró a todas partes, y no viendo
a nadie volvió a entrar furioso.
—Haremos una visita a Chanlonineau—
se dijo, —mañana habrá tiempo para enviar
por esa bachillera e interrogarla.
María Ana subía entonces la larga y mal
empedrada calle que conduce al Hotel de
France. ¡Con cuánta ansia debían esperar
su vuelta la señora de Escorval, Mauricio,
el abate Midon y hasta los oficiales de reem-
plazo !... »
—;¡Aun hay esperanzas l|—exclamó al en-
trar.
—¡Oh, Dios mio—murmuró la baronesa,
—has oído mis súplicas !
Pero, sobrecogida de repente por una
aprensión terrible, añadió:
—¿No me engaña? ¿Pretende ilusionar-
me con irrealizables esperanzas?... ¡Esto-
sería una cruel compasión !...
—Señora, no la engaño... Chanlonineau
acaba de entregarme un arma, que espero
colocará al señor de Sairmeuse a nuestra
absoluta discreción... El duque es poderosl- sola
simo en Montaignac. El único hombre que
pudiera oponerse a sus designios es el se-
ñor de Courtomieu, amigo suyo... Por con-
“siguiente, creo que el señor de Escorval pue-
de salvarse.
—¿Y qué es preciso hacer? — exclamó
Mauricio.
—Rogar a Dios y esperar, Mauricio. Yo
sola lo he de hacer... pero tenga la seguri-
dad de que todo lo que es humanamente
posible lo haré yo, que soy la verdadera
causante de todas sus desgracias, yo, a
quien debían ustedes maldecir...
María Ana, distraída por completo en la
tarea que se había impuesto, no vió a un
extraño que había ido allí durante su ausen-
cia, un viejo aldeano de cabellos blancos.
El abate Midon le dijo:
—Presento a usted a un amigo valeroso,
que ha pasado toda la mañana buscándola
por todas partes para darle noticias de su
padre.
La joven se sobrecogió de tal modo, que
apenas si se oyeron las gracias que balbu-
ció.
—¿Para qué darme las gracias 2?—dijo el
buen aldeano.—Yo me dije: La pobre mu-
chacha debe estar sumamente inquieta; es
preciso sacarla de apuros, y he venido a de-
cirle que el señor Lacheneur está bien, ex-
cepto una herida en una pierna que le hace
padecer mucho, pero que se curará antes de
bres semanas. Mi yerno, que cazaba ayer
cerca de la frontera, lo ha encontrado acom-
pañado por dos de los conjurados... Ahora
ya deben estar en el Piamonte, seguros de
toda pesquisa y de los gendarmes...
—Esperemos, que no tardaremos en sa-
ber en dónde se halla Juan—dijo el abate
Midon.
—Ya lo sé yo—repuso María Ana ;—mi
hermano está gravemente herido y lo tienen
recogido unas buenas gentes.
La joven bajó la cabeza como anonadada
ante el peso de su tristeza, pero pronto se
incorporó.
—;¡ Pero qué hago!...—exclamó.—¿Tengo
acaso el derecho de pensar en los míos,
cuando de mi presteza y valor depende la
vida de un inocente locamente comprome-
tido por ellos?...
Mauricio, el abate Midon y los oficiales
de reemplazo rodeaban a la valiente joven,
preguntándole qué iba a intentar y si no
se iba a precipitar en un peligro inútil. Ma-
ría Ana no quiso satisfacer su curiosidad, y
al mismo tiempo se negó a que la acompa-
ñaran, como ellos deseaban, pues quería ir
—Estaré de vuelta antes de dos horas, y
sabremos a qué atenernos—dijo, marchán-
dose.
Ser recibida por elseñor de Sairmeuse era
seguramente cosa muy difícil, pues éste,