96 ALEJANDRO DUMAS
Dantés que había seguido su pensamien-
to al través de su cerebro, como si hu-
biese sido al través de un cristal.
—¡ Ah !, ya os lo he dicho — replicó
el abate— : me repugna un asesinato.
—Y si se llega a efectuar ese asesina-
to, será por vuestra conservación, por
un sentimiento de defensa personal.
-—No importa... ; yo no podría...
—Y sin embargo, ¿pensáis en ello?
—-£$Sin cesar, sin cesar — murmuró el
abate.
—Y hablais encontrado un medio,
¿no es así? — dijo.
—; Sí! Pero era necesario que pusile-
ran en la galería un centinela clego y
gordo.
—Será ciego y sordo — respondió el
joven con un acento de resolución que
espantó al abate.
—¡ No, no! — exclamó—; es 1m-
posible.
Dantés quiso aún hablarle de este
asunto ; pero el abate meneó la cabeza
en sentido negativo, y no quiso dar res-
puesta alguna. Pasaron tres meses.
—¿ Tenéis fuerza? — preguntó un día
el abate a Dantés.
Este, sin contestarle, cogió el esco-
plo, lo torció como una herradura, y lo
volvió a enderezar.
—¿ Me prometéis no matar al centine-
la sino en el último extremo?
—$1; lo juro por mi vida.
—Entonces — dijo el abate—, podre-
mos ejecutar nuestros designios.
—¿ Y cuánto tiempo necesitamos?
—UÚn año lo menos.
—¿Pero podríamos ponernos a tra-
bajar ?
—Al instante.
—¡ Oh! ¡ Hemos perdido un año !—
exclamó Dantés.
+ —¿Conque decís que lo hemos perdi-
do ?—dijo el abate.
—, Oh, perdonadme ! — dijo Edmun-
do sonrojándose.
—; Silencio! — repuso el abate—, el
hombre siempre es hombre, y vos sois
uno de los mejores que he conocido. Mi-
rad, aquí tenéis mi plano.
El abate mostró entonces a Dantés
un dibujo que había trazado ; era el pla-
no de su cuarto, del de Dantés, y del co-
rredor que unía el uno y al otro.
En medio de esta galería estableció
un ramal semejante al que hacen en las
minas; este ramal conducía a los dos
presos debajo de la galería por donde se
paseaba el centinela.
Una vez llegados allí, practicaban une
ancha excavación, arrancaban una bal-
dosa de la galería ; la baldosa desapare-
Ja en un momento dado bajo el peso
del centinela, que debía hundirse en el
fondo de la excavación. Dantós se preci-
pitaba sobre él en el momento misma
en que, aturdido aún por la caída no pow
día defenderse ; lo ataba, y pasando los
dos por una ventana de esta galería, se
deslizaban por el muro exterior, ayus
dados por la escala de cuerda, y huían.
Dantés aplaudió aquel plan con mil
aclamaciones de entusiasmo.
Aquel mismo día se pusieron a tra-
bajar los dos mineros, con tanto más
ardor, cuanto que a aquel trabajo suce-
día un largo reposo, y. según todas lag
probabilidades no hacía más que con-
tinuar el pensamiento íntimo y secreto
de cada uno de ellos.
Sólo lo interrumpían en la hora en
que se velan obligados a entrar en su
cuarto para recibir las visitas del car-
celero.
Ya hablan tomado la costumbre de
distinguir por el ruido casi impercepti-
ble de sus pasos, el momento en que ba
jaba aquel hombre, y nunca les sorpren«
dió de improviso. :
La tierra que extrafan de la nueva ex-
cavación y que hubiese acabado de lle-
nar el antiguo corredor, la arrojaban po-
co a poco y con infinitas precauciones
por las ventanas del calabozo de Dan
tés y del abate, la pulverizaban con cuis
dado y el viento de la noche se la lleva»
ba a lo lejos, sin que dejase la menor
huella.
Más de un año se pasó en este traba-
jo, ejecutado con un escoplo, sin más
instrumento que un cuchillo y una pa-
lanca de madera. Durante este año, Y
sin abandonar aquella faena, Faria cons
tinuaba instruyendo a Dantés, hablán-
dole ya en un idioma ya en otro; ense”
ñóle la historia de las naciones y de lo8
grandes hombres, que dejan de cuando
en cuando en pos de sí una de esas hue-
llas brillantes que llaman la gloria.
El abate, hombre de mundo, y del
gran mundo, tenía además, en sus mos