EL CONDE DE
Pulturero que se habla alejado— ; alúm-
Tame, o no encontraré lo que ando bus-
cando,
El hombre de la linterna obedeció a
la demanda del enterrador, aunque no
hubiese sido hecha en términos MUuy cor-
—¿Qué buscará ? — dijo para sí Dan-
ós—, Será algún azadón.
Una exclamación de placer indicó que
el enterrador había encontrado lo que
buscaba,
—¡ Gracias a Dios! — dijo el otro.
—No tengas cuidado — respondió—,
que no se habrá cansado de esperar.
Al concluir estas palabras se acercó a
idmundo, que oyó dejar caer a su lado
Un cuerpo pesado y retumbante ; en el
Momento mismo ataron fuertemente
Una cuerda a sus pies.
—¿ Está ya hecho el nudo? — pregun-
tó el enterrador que había permanecido
Sin hacer nada.
—Y bien hecho — dijo el otro— ; reg-
Pondo de ello.
—HEn ese caso, marchemos.
Y volvieron a seguir su camino, car-
gados con las parihuelas.
Caminaron como unos cincuenta pa-
Sos; luego se pararon para abrir una
Puerta, y volvieron a proseguir su cami.
ho ; el ruido de las olas al estrellarse con-
bra la roca, sobre la cual estaba edifi-
zado el castillo, llegaba más distinto a
los oídos de Dantés a medida que iba
avanzando.
—¡ Amigo, mal tiempo! — dijo uno
de los enterradores—. No será muy
agradable el estar hoy en el mar.
.. El abate corre peligro de fondear—
lo el otro, y ambos prorrumpieron en
€strepitosas carcajadas.
_Dantés no comprendió bien lo que
Slenificaba aquella broma ; pero sus ca-
o ge erizaron, a pesar de no enten-
erio,
—/ Vaya! Al fin llegamos — dijo el
Primero.
—Hombre, no, más lejos — dijo el
Otro—; bien sabes que el último que
drrojamos por este lado, se destrozó
Completamente contra las rocas, y por
a mañana aparecieron sus miembros en-
ingrentados, por lo cual el gobernador
98 echó una buena reprimenda.
“tonces dieron unos cinco o seis pa:
CONDE 8.—TOMO 1
MONTECRISTO 118
s0s Más; se pararon, y Dantés sintió
que le cogían por la cabeza y por los
pies y que le balanceaban.
—¡ A la una | — exclamaron a la. vez
los enterradores—, ¡ a las dos! ¡a... las
bres |
Dantés se sintió lanzado al mismo
tiempo en un inmenso vacio, atravesan.
do el aire como un pájaro herido, ca-
yendo siempre con un espanto que le he=
laba el corazón. Aunque un cuerpo pe-
sado le atraía hacia abajo, le pareció que
aquella caida duraba un siglo, Al fin,
con un ruido espantoso, penetró coma
una flecha en un agua helada, que le
hizo arrojar un grito ahogado en el ins.
tante mismo de sumergirse,
Dantés había sido tirado al mar, q
cuyo fondo le arrastraba una bala da
treinta y seis atada a sus pies.
El cementerio del castillo de If es el
mar.
XXI.—La isla de Tiboulen.
Aunque aturdido y, sofocado, tuva
Dantés, sin embargo, bastante presen
cia de ánimo para contener su aliento y
y como iba preparado de un cuchillo que
llevaba en su mano derecha, según he-
mos dicho, abrió rápidamnte el saco, sam
có el brazo, luego la cabeza ; pero a pe-
sar de sus movimientos para levantar la'
bala, se sintió arrastrado hacia el fon=
do; entonces se encorvó buscando la
cuerda que sujetaba la bala a sus pies,
y con un esfuerzo súbito, la cortó pre-
cisamente en el momento en que ya no
podía contener la respiración por más
tiempo.
Y dando un vigoroso empuje con el
pio, subió libre a la superficie del mar,
mientras que la bala arrastraba al fon=
do aquel tosco saco destinado a servirle
de mortaja. No estuvo en la superficio
más que el tiempo necesario para respi-
rar y volverse a sumergir de nuevo, por»
que la primera precaución que debía to-
mar era substraerse a las miradas de log
enterradores.
Cuando apareció sobre el agua la se-
gunda vez, se hallaba ya a cincuenta pa.
sos del sitio de su caída ; vió encima de
su cabeza un cielo negro y tempestuoso,
y en medio de la atmósfera, el viento
arrastraba algunas nubes, descubriendo
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