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Dantés partió sin decir dónde iba, des-
pidiéndose de la tripulación de la Joven
Amelia por medio de una gratificación
espléndida, y del patrón, con la promesa
de darle un día u otro noticias suyas.
Se fué a Génova.
En el momento de llegar, estaban
probando un pequeño yate, mandado
construir por un inglés, que habiendo
oído decir que los genoveses eran los me-
jores constructores del Mediterráneo,
había querido tener uno en Génova. El
inglés había ofrecido cuarenta mil fran-
cos. Edmundo ofreció sesenta mil, bajo
la condición de que se lo habían de en-
tregar aquel mismo día. El inglés había
ido a dar una vuelta por Suiza, mientras
se concluía su buque, y no debía volver
hasta dentro de tres semanas o un mes ;
así, pues, el constructor pensó que tenía
tiempo de hacer otro. Dantés condujo al
constructor a casa de un judío, pasó con
él a la trastienda, y el judío le entregó
sesenta mil francos. Ofreció a Dantés
sus servicios para proporcionarle una tri-
pulación ; pero aquél le dió las gracias,
diciendo que acostumbraba navegar
solo, y que lo único que deseaba era que
hiciesen en su camarote, a la cabecera de
la cama, un armario secreto, en el cual
hubiera tres divisiones también secre-
tas ; dió la medida del armario y de las
divisiones, y fueron construídos al día
siguiente.
Dos horas después salía del puerto de
Génova escoltado por las miradas de un
tropel de curiosos, que querían ver al
señor español que tenía costumbre de
navegar solo. Be bandeó perfectamente,
con auxilio del timón ; sin tener necesi-
dad de dejarlo, hizo ejecutar a su barco
todas las evoluciones que quiso; pare-
cla un ser inteligente pronto a obedecer
al menor impulso, y Dantés convino en
que los genoveses merecían su reputa-
ción de ser los primeros constructores del
mundo.
Los curiosos siguieron con los ojos la
pequeña embarcación hasta que la per-
dieron de vista, y entonces comenzaron
a discutir adónde se dirigía ; unos decían
que a Córcega, otros que a la isla de El-
ba; óstos apostaron a que iba a Espa-
fía, aquéllos sostenían que se dirigía a
África; pero ninguno nombró la isla
de Montecristo,
ALEJANDRO DUMAS
Sin embargo, a Montecristo era adon-
de se dirigía, y llegó al segundo día. El
buque era muy velero, y había recorrido
la travesía en treinta y cinco horas.
Dantés conocía perfectamente la situa-
ción de la costa, y en lugar de abordar
en el puerto principal, echó el áncora en
el ancón. La isla estaba desierta ; nadie
parecía haber arribado allí desde que él
había salido. Se dirigió al lugar donde
tenía oculto su tesoro, todo estaba como
él lo había dejado.
Al día siguiente por la noche, la in-
mensa fortuna estaba ya transportada y
bordo del yate y encerrada en las tres
divisiones del armario secreto ; esperó
aún ocho días, durante los cuales hizo
maniobrar su buque alrededor de la is-
la, como hace un escudero para probar
su caballo. Al cabo de este tiempo ya
conoció sus defectos y sus ventajas. Se
propuso remediar los unos y aumentar
las otras. Al octavo día vió aparecer un
pequeño barco que se dirigía a toda vela
hacia él, conociendo que era la barca de
Jacobo. Hizo una señal a la cual respon-
dió éste, y dos horas después la barca se
reunió con el yate. Cada una de las pre-
guntas de Edmundo tuvo una respuesta
bien triste: el anciano Dantés había
muerto ; Mercedes había desaparecido.
Edmundo escuchó estas noticias con
rostro sereno ; pero al punto saltó a tie-
rra, prohibiendo que nadie le siguiese :
dos horas después volvió : dos hombres
de la barca de Jacobo pasaron a su yate
para ayudarle a la maniobra, y dió or-
den de dirigirse a Marsella. Lia muerte
de su padre la preveía, es verdad ; pero,
¿y Mercedes, qué había sido de ella ?
Sin divulgar su secreto, Edmundo no
podía dar a su agente instrucciones bas-
tantes ; por otra parte, quería tomar al-
gunos informes, y para esto no se fiaba
de nadie. En Liorna se aseguró por me-
dio de un espejo de que no podía ser re-
conocido ; además, ahora tenía mil me-
dios de disfrazarse.
Una mañana, pues, el yate, seguido
de la barca, entró en el puerto de Mar-
sella, y se detuvo frente al lugar donde
le habían embarcado aquella noche, de
fatal memoria, para el castillo de Tf.
Dantés no pudo dejar de experimen-
tar cierto estremecimiento cuando vió
dirigirse hacia él un gendarme, Pero con