EL CONDE DE
esa perfecta tranquilidad que había ad-
quirido, le presentó un pasaporte inglés
comprado en Liorna, y saltó a tierra sin
Dinguna dificultad.
Lo primero que vió al poner los pies
en la Cannebiétre, fué uno de los anti-
guos marineros del Faraón. Este hom-
bre había servido tiempo ha bajo sus ór-
denes, y se encontraba allí como un me-
dio para tranquilizarle acerca del cam-
bio que había experimentado su fisono-
Mía ; se dirigió hacia él, y le hizo mu-
chas preguntas, a las que respondió sin
hacer sospechar, ni por su fisonomía ni
por sus palabras, que recordase haber
Visto jamás a quien le hablaba. Dantés
dió al marinero una moneda en agrade-
cimiento a sus informes; un instante
después oyó que aquel hombre corría
tras él, y se volvió.
. —Perdonad, caballero — dijo el ma-
rinero— ; os habéis engañado sin duda :
Vos habréis creído darme una moneda
de cuarenta sueldos, y me habéis dado
Una de diez francos.
—En efecto, amigo mio — dijo Dan-
tés—, me había engañado ; pero vuestra
honradez Merece ser recompensada ;
aquí tenéis otra, que os ruego aceptéis,
para beber a mi salud con vuestros com-
pañeros.
El marinero se quedó de tal modo
aturdido con aquel regalo, que ni siquie-
ra pensó en dar las gracias al que se lo
hacía, y lo miró alejarse diciendo :
—Será algún nabab que acaba de lle-
gar de la India.
Dantés continuó su camino ; cada pa-
so que daba oprimía su corazón con una
nueva emoción ; todos los recuerdos de
la infancia, recuerdos indelebles, clava-
dos eternamente en su memoria, esta-
ban allí, renovándose con más violencia,
cada vez que pasaba por una esquina,
Por una plaza.
Al llegar a la calle de Noailles, y al
divisar la alameda de Meillan, sintió
que flaqueaban sus rodillas, y poco le
faltó para caer bajo las ruedas de un ca-
Yruaje.
Al fin llegó a la casa que había habi-
tado su padre.
Las enredaderas y las capuchinas ha-
bían desaparecido de la ventana donde
la mano de su padre las enredaba con
tanto cuidado. Dantés se apoyó contra
MONTECKISTO 135
un árbol, y permaneció pensativo por al-
gún tiempo mirando el último piso de
aquella pobre casa; al fin se adelantó
hacia la puerta, pasó el umbral, pregun-
tó si había algún cuarto vacío, y aun-
que le dijeron que estaba ocupado, in-
sistió tanto por el quinto, que el porte-
ro subió y pidió de parte de un extranje-
ro a las personas que lo habitaban, per-
miso para ver las dos piezas de que se
componía,
Los inquilinos eran un joven y una
joven que acababan de casarse hacía
ocho días.
Al ver a aquellos dos jóvenes, arrojó
Dantés un profundo suspiro. Además,
ya no existía ningún recuerdo de como
su padre lo dejó : las paredes no tenían
el mismo papel ; todos los antiguos mue-
bles, aquellos amigos de la infancia de
Edmundo, presentes en su memoria con
sus menores detalles, habían desapareci-
do. Unicamente la situación de las pa-
redes era la misma.
Se volvió hacia el sitio donde su pa-
dre acostumbraba poner la cama, y
otra cama la había substituido ; a pesar
suyo, sus ojos se llenaron de lágrimas ;
en aquel sitio fué donde debió expirar el
anciano nombrando a su hijo.
Los dos jóvenes miraban con asom-
bro a aquel hombre de fisonomía severa,
por las mejillas del cual rodaban grue-
sas lágrimas ; pero, como el dolor debe
ser respetado, los jóvenes no hicieron la
menor pregunta al desconocido ; mas se
retiraron hacia atrás para dejarle llorar
libremente, y cuando salió le acompa-
ñaron, diciéndole que podía volver cuan-
do quisiera, y que su pobre casa le sería
siempre hospitalaria.
Al pasar por el piso principal se paró
Edmundo delante de otra puerta, y pre-
guntó si seguía viviendo allí el sastre Ca-
deroússe ; pero el portero le respondió
que el hombre de que hablaba había te-
nido muchas quiebras en su oficio, y que
había tomado por su cuenta, en el cami.-
no de Bellegarde a Beaucalre, la posada
del puente del Gard.
Dantés bajó, preguntó las señas del
propietario de la casa de la avenida de
Meillan, se dirigió a él, se hizo anun-
ciar bajo el título que llevaba su pasa-
porte, que era, lord Wilmore, y le com-
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