EL CONDE DE
vo a subir gritando : « Eh, las bombas |
¡ Las bombas!» ¡Ah! ¡51! ya era bar-
de : se pusieron a trabajar ; pero yo creo
que contra más agua sacábamos, más
entraba. «¡ Ah! — dije al cabo de cuatro
horas de trabajo—, puesto que nos va-
mos a ir a pique, dejémonos correr ; no
se muere más que una vez». «¿De ese
modo dáis el ejemplo? — dijo el capi-
tán—. ¡ Pues bien, esperad, esperad |—
y se dirigió a su camarote a tomar un
par de pistolas—. Al primero que se se-
pare de la bomba — dijo—, le levanto
la tapa de los sesos.»
—;¡ Bien ! — dijo el inglés.
—Nada hay que dé más valor que las
buenas razones — continuó el marino—,
tanto más cuanto que el tiempo había
aclarado y calmádose el viento; pero,
sin embargo, el agua continuaba siem-
pre subiendo ; nada más que dos pulga-
das por hora, eso no parece nada ; pero
en doce horas son veinticuatro pulgadas,
y veinticuatro pulgadas son dos pies.
Dos pies y tres que teníamos ya ha-
clan cinco. Ahora, pues, cuando un bu-
que tiene en el vientre cinco pies de
agua, puede pasar por hidrópico. «Va-
mios — dijo el capitán—, me parece que
el señor Morrel no se quejará ; hemos
hecho cuanto se ha podido para salvar
el buque; ahora es preciso salvar a los
hombres. ¡ Muchachos, a la lancha lo
más pronto que se pueda !...» Escuchad,
señor Morrel — continuó Penelon—;
nosotros todos queríamos mucho al Fa-
raón ; pero por mucho que quiera el ma-
rino a su buque, quiere más a su pellejo.
'Así, pues, no nos lo hicimos repetir ;
además, que el buque se quejaba y pare-
cía decirnos : «¡ Marchaos pronto, pron-
to!» Y en verdad que el pobre Faraón
no mentía ; le sentíamos zambullirse ba-
jo nuestros pies; así es que en un ins-
tante echamos al mar la chalupa y nos
metimos los ocho dentro.
»El capitán bajó el último, o más bien,
no, no bajó, porque no quería abandonar
el buque ; entonces yo le cogí por la mi-
tad del cuerpo y se lo arrojé a los cama-
radas, después de lo cual salté a mi vez.
Ya era tiempo ; apenas acabé de saltar,
el puente se abrió, causando un ruido
espantoso. Diez minutos después se su-
mergió por delante, en seguida por de-
trás, y se puso a dar vueltas como un
MONTECRISTO 159
perro que corre tras de su rabo; des:
pués, ¡buenas noches ! ¡ Punto conclul-
do ; se acabó el Faraón!
» En cuanto a nosotros, estuvimos treg
días sin comer ni beber, y ya íbamos tra-
tando de echar suertes para saber quiér
había de servir de alimento a los de-
más, cuando descubrimos a la Gironde ;
le hicimos seña, se dirigió hacia nos-
otros, nos envió su lancha y nos recogió.
He ahí cómo ha pasado todo, señor Mo-
rrel, ¡ palabra de honor! ¡ A fe de mari-
no! ¿No es verdad, camaradas?
Un murmullo general de aprobación
indicó que el narrador no había dicho
más que la verdad.
—Bien, amigos míos — dijo M. Mo-
rrel—, sois unos valientes, y demasiado
sabía yo que en la desgracia que me
abruma no hay a quién culpar más que a
mi destino. is voluntad de Dios, y nc
culpa de los hombres. Adoremos la vo-
luntad de Dios. Ahora, decidme : ¿cuán.
to se os debe de sueldo?
—¡ Oh! ¡Bab! No hablemos de eso,
señor Morrel.
—Al contrario, hablemos — dijo el
armador con una triste sonrisa.
—Bueno ; pues se nos deben... tres
meses — contestó Penelon.
—Coclés, pagad doscientos francos a
cada uno de estos valientes. Amigos
míos, en otra época yo hubiese añadido :
dadles a cada uno doscientos francos de
gratificación ; pero los tiempos están
muy desgraciados, y el poco dinero que
me queda no me pertenece ; perdonad y
no me queráis menos por eso.
Penelon hizo un gesto de enterneci-
miento; se volvió hacia sus compañe-
ros, cambió algunas palabras con ellos
y volvió.
—En cuanto a eso, señor Morrel—
dijo echando una nueva bocanada de hu-
mo y arrojando en la antesala una nue-
va dosis de saliva—, en cuanto a €8s0...
—¿A qué?
—Al dinero...
—¿Qué hay?
—Señor Morrel, los camaradas dicen
que por ahora tienen bastante con cin-
cuenta francos cada uno, y que ya espe-
rarán por lo demás.
—; Gracias, amigo mio, gracias l—ex-
clamó M. Morrel conmovido—, tenéis
un corazón generoso ; pero nada, tomad-