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abrirse la de su gabinete; el reloj iba a
dar las once.
Morrel no se movió, esperando única-
mente escuchar a Coclés decir estas pa-
labras : «El mandatario de la casa de
''hompson y French.» de acercó el arma
mortítera a la boca... mas al punto Oyó
un grito... era la voz de su hija...
Se volvió y vió a Julia; la pistola se
lo cayó de la mano.
—;¡ Padre mío !—exclamó la joven sin
aliento y casi muerta de alegría—. ¡ Us
habéis salvado !
Y se arrojó en sus brazos, enseñando
en una mano un bolsillo de seda encar-
nada.
—¿Mo he salvado, hija mía? — dijo
¡Morrel—. ¿Qué quieres decir?
— Sí, salvado! Mirad, mirad — re-
plicó la joven.
Morrel tomó el bolsillo y se estreme-
ció, porque un vago recuerdo le trala a
la memoria este objeto por Imberle per-
tenecido. En un lado se hallaba la letra
de doscientos ochenta y siete mil qui-
mientos francos, pagada ya. En el otro
había un diamante del tamaño de una
avellana, con estas tres palabras escritas
en un pedazo de pergamino : «Dote de
Julia.» ,
Morrel pasó la mano por su frente ;
creía soñar. En este momento el reloj dió
las once. El timbre de la campana vi-
bró en él como si cada golpe de aquel
martillo de acero hubiera vibrado sobre
gu corazón.
—Veamos, hija mía — dijo—, expli-
ate. ¿Dónde encontraste este bolsillo?
—En una casa de la alameda de Mei-
llan, número 15, sobre la chimenea de
la pobre habitación de un piso quinto.
—Pues entonces—exclamó Morrel—,
este bolsillo me pertenece.
Julia entregó a su padre la carta que
había recibido por la mañana.
-—¿ Y has estado sola en esta casa?—
dijo Morrel después de haber leído
aquélla.
—Manuel me acompañaba, padre
mío, y debía esperarme en la calle del
Museo ; pero, cosa extraña, a mi vuelta
mo estaba ya.
—¡ M. Morrel! — gritó una voz en
la escalera.
—Es su voz — dijo Julia.
Al mismo tiempo Manuel entró con el
'ALEJANDRO DUMAS
rostro trastornado por la alegría y la
emoción.
—¡ lil Faraón! — exclamaba— ; ¡el
Fardón!
—¿ Y bien, qué? ¡ El Faraón ! ¿ Estáis
loco, Manuel? ¿No sabéis que se pel-
dió ?
—¡ El Faraón, señor, el Faraón ha si-
do señalado por el vigía ; el Faraón en-
tra en el puerto |
Morrel volvió a caer sobre su silla ; le
faltaron las fuerzas ; no podía creer en
esa continuación de sucesos increíbles,
inauditos, fabulosos. Pero su hijo entró
confirmándolo.
—Padre mío — dijo Maximiliano—,
¿por qué decíais que el Faraón se ha-
bía perdido? El vigía lo ha indicado ya,
y entra en el puerto.
—Amigos mios — dijo Morrel—, si
es verdad eso, será preciso creer en un
milagro de Dios. ¡Imposible! ¡ Lmpo-
sible |
Pero lo que era verdad y no menos in-
creíble, era el bolsillo que tenía en la
mano: era la letra de cambio satisfe-
cha, y era aquel diamante tan magnífico,
— Ah, señor | — dijo Coclós—; ¿qué
quiere decir eso? ¿Cómo es posible que
el Faraón... ?
—Marchemos, hijos míos — dijo Mo-
rrel levantándose—, dirijámonos al
puerto, y si es falsa la noticia, Dios ten-
ga piedad de nosotros.
Todos se dispusieron a salir; en me-
dio de la escalera esperaba madama Mo-
rrel ; la pobre mujer no había osado su-
bir. En un instante llegaron a la Canne-
biére, en cuyo muelle babía reunida una
gran multitud de gente, que a la llega-
da de Morrel le abrió paso con el mayor
interés y curiosidad.
— El Faraón! ¡ El Faraón! — grita-
ban todos.
Y en efecto ; cosa maravillosa, increl=
ble ; en frente de la Torre de San Juan,
estaba un bergantín que llevaba a su po-
pa estas palabras escritas COD letras blan-
cas : Faraón, Morrel e hijo, de Marse-
lla. De porte exactamente igual al del
otro Faraón, y cargado como el otro de
cochinilla y añil, echaba el áncora y
amainaba sus velas ; sobre la cubierta, el
capitán Gaumard daba sus órdenes, y
maese Penelon hacía señas a M. Morrel.
Ya no era posible dudarlo, el Faraón